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Vilarrasa, el imperio de las maderas

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“Foto de familia” que regaló Salvador Vilarrasa a sus empleados de la factoría de Valencia en junio del 56 con motivo del homenaje que le rindieron los trabajadores

Tres mil pesetas –pesetas de las del año 1922–, permitieron a Salvador Vilarrasa Sicra fundar un almacén de maderas propio, que abrió sus puertas en Valencia un 1 de agosto, en un tiempo en el que las vacaciones eran cosa de otros. Con tres empleados empezó la historia de una empresa que llegó a tener un millar en nómina, siete delegaciones en España, fábricas de aglomerados en América, explotaciones madereras en África y una finca con cinco millones de árboles en Asturias. Durante el llamado “desarrollismo” económico español, un matrimonio catalán, doña Nuria y don Salvador, lideraron desde Valencia el negocio de las maderas. Novopán y las Puertas Werno fueron dueñas absolutas del mercado en un país que necesitaba miles de viviendas.

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En la calle de Jesús, entre la Finca Roja y las vías del tren de Madrid que salían por la calle Maestro Sosa, Valencia tenía una singular manzana industrial. Era Casa Vilarrasa, una fábrica-almacén de tableros y maderas finas, donde entraban los troncos y salían convertidos en toda clase de acabados para la decoración, el mundo del mueble o la construcción.

Todo estaba dominado por el singular color amarillo, emblema de la empresa; además de las chimeneas humeantes, en una esquina de las naves sobresalía una fina torre, rematada por un reloj y un tejadillo característico. Las sirenas que en lo alto de la Finca Roja proclamaron alerta de bombardeos durante la guerra civil, fueron sustituidas por la sirena laboral de la fábrica de tableros.

Salvador Vilarrasa Sicra había nacido en 1890 en Besalú (Girona), un precioso pueblo del Pirineo catalán, cuajado de bosques. La madera, los aserraderos y la ebanistería le llamaron pronto al trabajo. Pero el serrín no debía ser bueno para sus pulmones; así que, con 18 años, en 1908, el muchacho se marchó a París y puso una peluquería femenina.

Durante varios años intentó ponerse a la última en el corte de pelo “a lo garçon”. Casado en 1914 con Nuria Alsina, una muchacha de su propio pueblo, pasaron juntos el mal trago de la primera Guerra Mundial, tan difícil en España casi como en Francia.

Hasta que en París, en los primeros años veinte, se le cruzó un ebanista valenciano que le sugirió retomar su vieja afición por las maderas: “En Valencia –le dijo–- tengo un problema: un almacén de los míos ha quedado inundado y necesito una persona de confianza que me ponga las cosas en orden”. Aceptó el reto y el matrimonio vino a Valencia.

Una vez aquí, Salvador Vilarrasa recompuso las sierras, los tornos y las lijadoras. Y después, no lo pudo evitar: con las 3.000 pesetas ganadas como comisiones, abrió su propio almacén, resultado de una inevitable tendencia de empresario con firma y decisiones propias.

2015-dic-Historia-Vilarrasa-03Novopán, gran invento

El gran desarrollo de Vilarrasa, S.A., llegó en los años cincuenta con Novopán y Novopanel. Y con las puertas hechas con aglomerado, ligeras, baratas, aceptadas desde 1955 como integrantes básicas del equipamiento de las miles de viviendas sociales que se construyeron en toda España.

Todas las casas construidas en Valencia tras la riada de 1957 llevaron asequibles y sencillas puertas de Novopán. Pero todos los hoteles y tiendas de lujo que nacieron en Valencia entre 1955 y 1965 llevaron también acabados de gran calidad sobre los aglomerados.

El secreto de las patentes de la firma valenciana era sencillo: el alma del tablero era un aglomerado de madera de pino triturada, consolidado con resinas y prensado. El resistente tablero se podía usar desnudo para una estantería o revestirlo de finas chapas de roble, caoba, fresno o ébano si se quería.

Producción maderera propia

El negocio de Vilarrasa era surtir productos de un muestrario extenso de maderas. Las baratas venían de un pinar asturiano donde la firma llegó a tener cinco millones de árboles en constante tala y equilibrada reposición. El fundador, en sus entrevistas, alardeaba de plantar más pinos que cortaba. Una vez, en las Canarias, en la Feria del Atlántico, pensó que el certamen estaba desangelado y se puso a regalar pinos a los visitantes.

Uno de sus hijos vivía casi siempre en Guinea Ecuatorial y viajaba por toda África, como Livingstone, para extraer de los bosques tropicales las más exóticas maderas. En el puerto de Valencia había muelles consagrados a los raros troncos de ébano, sándalo y palisandro que mezclaban sus aromas característicos. La gran mayoría emprendían la ruta de Casa Vilarrasa a bordo de camiones de alto porte; había collas de portuarios madereros especializados en mover como palillos unas moles de veinte metros de largo y dos de diámetro.

La fábrica que Vilarrasa levantó en los años sesenta en Mislata, cerca del Hospital Militar, fue un emblema de innovación. De allí salieron millones de tableros de aglomerado, rumbo a todos los rincones de España y de Europa.

La plantilla de la empresa llegó a los 900 empleados en esa época de esplendor. El acento social fue característico de una empresa que, como otras, se revistió del sabor paternalista del momento.

Si presumía, con razón, de tener médico propio para los trabajadores ya en los años treinta, todavía más notable fue que el 40 % de sus empleados pudiera tener casa propia, financiada por los préstamos asequibles de la empresa.    

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