La calidad de las instituciones de gobernanza española se sitúa entre el 20% de los países con un mayor nivel en el mundo, según los indicadores del Worldwide Governance Indicators (WGI), elaborados para el Banco Mundial y con información sobre 154 países. Sin embargo, los resultados que obtiene España se sitúan por debajo de lo que le correspondería de acuerdo con el desarrollo de su economía. España obtiene un valor de 6,8 sobre 10 en el indicador combinado de calidad institucional, frente al 8 de la media de Alemania, Francia y Reino Unido, que constituyen modelos de economía avanzada.
Ahora bien, se sitúa así mismo por delante de otras economías mediterráneas como la italiana y la griega, cuya calidad institucional promedio apenas alcanza un valor de 5,8. Tal y como se ha puesto de manifiesto durante el seminario «Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España», organizado por la Fundación BBVA y el Ivie.
Por otra parte, elevar la calidad institucional hasta el nivel que le correspondería dada la productividad del país permitiría incrementar el PIB per cápita en un 16% en un plazo de unos 15 años, según han explicado el investigador del Ivie, Francisco Alcalá y el profesor de la Universidad de Murcia, Fernando Jiménez, codirectores del informe «Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España». Esto significaría elevar el crecimiento medio anual de la economía española en torno a un punto porcentual a lo largo de un periodo de 15 años.
Estas estimaciones están basadas en el trabajo realizado por investigadores en economía que, a lo largo de las últimas dos décadas, han situado la calidad institucional entre los factores para el desarrollo económico. Estas investigaciones han estimado el coste medio que tiene la baja calidad institucional en los países, en términos de renta per cápita y productividad, y son la base de los cálculos que se realizan en este informe. En concreto, en el informe se calcula el impacto que tendría llevar la calidad institucional española desde el lugar que ocupa en la actualidad, hasta el percentil 85 que correspondería a su nivel de productividad.
Según ha explicado Francisco Alcalá, catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad de Murcia y profesor investigador del Ivie y CEPR, el impacto positivo que tendría la mejora de la calidad institucional sobre el PIB se produciría indirectamente, a través de mecanismos que aumentarían la inversión y la productividad y, con ellos, la producción y el empleo.
La mayor seguridad jurídica, la reducción de la corrupción, la eliminación de trabas administrativas, la mejor regulación, la mayor competencia, etc. incentivarían la inversión nacional y extranjera, harían más fáciles y rentables el emprendimiento y la innovación y mejorarían la asignación de recursos privados y públicos hacia las actividades más productivas.
Igualmente, el informe «Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España» extrae ese indicador combinado de calidad como un promedio de cinco indicadores que proporciona el WGI. En concreto, se analiza la voz y rendición de cuentas (democracia y libertades públicas), la efectividad gubernamental, la calidad regulatoria, el respeto a ley y los contratos y, por último, el control de la corrupción.
El nivel de calidad institucional que se obtiene según el indicador combinado de los WGI sitúa a España en torno al percentil 81 (es decir, entre el 20% de países con mejor calidad a nivel mundial). Ahora bien, la productividad española figura notablemente más arriba, en torno al percentil 85 (el país más productivo del mundo ocupa el percentil 100 y el menos productivo ocupa el percentil 1). La calidad institucional aparece, pues, como una debilidad relativa de la economía española y esta debe ser compensada por la fortalezas en otros factores (como podría ser su capital humano). Si todos los factores productivos de la economía española se situasen en ese nivel relativo de la calidad institucional (es decir, si se situasen en el percentil 81 de su distribución mundial), la productividad de la economía española sería un 17% inferior. Esto nos dejaría en los niveles de Eslovenia.
El país presenta su mejor desempeño en las categorías de voz y rendición de cuentas, cumplimiento de la ley y los contratos, y efectividad del gobierno. Sin embargo, las mayores debilidades aparecen en los indicadores sobre calidad regulatoria, donde se sitúa 1,2 puntos por debajo de Alemania, Francia y Reino Unido, y, sobre todo, en control de la corrupción (2,3 puntos por debajo). Este último indicador mide la confianza en los políticos, los funcionarios, el sistema judicial, el sistema de recaudación de impuestos y la existencia de pagos irregulares en contratos públicos. En la comparativa mundial, España aparece en el percentil 75, que es el que corresponde a una productividad por ocupado inferior en un 23% a la de la economía española (en los niveles, por ejemplo, de Eslovaquia).
Por su parte, la calidad regulatoria recoge aspectos como el exceso de regulación y sus costes para las empresas, la facilidad para iniciar negocios, la existencia de posibles impuestos discriminatorios, controles de precios y la libre competencia. En este caso, España se sitúa en el percentil 79 de la distribución mundial, lo que corresponde a una productividad por ocupado inferior en un 21% a la de la economía española, lo que equipararía a España con, por ejemplo, Grecia y la República Checa.
Calidad institucional decreciente
Del análisis de los indicadores WGI se deriva que la trayectoria española ha sido ligeramente decreciente en calidad institucional, ya que todos los indicadores se sitúan en 2017 a un nivel inferior al de 2003. El indicador global ha descendido desde un 7,8 a un 6,8.
Los costes económicos que tiene el déficit de calidad institucional y la corrupción van mucho más allá del montante de los fondos públicos apropiados indebidamente. La corrupción disminuye la rentabilidad de los proyectos empresariales, incrementa su incertidumbre, reduce los niveles de inversión y desvía recursos humanos y financieros hacia la influencia en los órganos de decisión pública en lugar de asignarlos a actividades productivas, y orientan los esfuerzos hacia la búsqueda de privilegios desincentivando el emprendimiento y la innovación. Se traduce, finalmente, en menor productividad, mayor desempleo y salarios inferiores a los que serían posibles con la tecnología y el capital humano disponible.