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«Birds Aren’t Real»: así se ha convertido China en líder de la industria del dron

China, líder indiscutible en el desarrollo de vehículos aéreos no tripulados, ha desarrollado una línea de aparatos de reducido tamaño y con forma de ave, difíciles de distinguir a simple vista de un gorrión real

«Birds Aren’t Real»: así se ha convertido China en líder de la industria del dron
Publicado a 08/10/2025 18:23 | Actualizado a 10/10/2025 11:32

En octubre de 2021, un hilo de Reddit se viralizó con una afirmación tan absurda como inquietante: «Birds are actually government‑issued drones» «Los pájaros en realidad son drones del Gobierno»-. El post circuló, generó memes, risas, teorías de conspiración. Era una sátira, claro, una crítica camuflada de humor negro que ridiculizaba las teorías conspirativas más delirantes.

El movimiento «Birds Aren’t Real» se convirtió en una parodia colectiva, en la que miles de usuarios alimentaban con entusiasmo la ficción de que todas las aves habían sido reemplazadas por dispositivos de vigilancia con plumas. En su momento, la broma funcionó como meme político y fenómeno cultural. Pero, como suele ocurrir con ciertas distopías, la realidad no tardó en alcanzarla.

Una distopía muy real

Cuatro años después, en pleno 2025, lo que comenzó como un chiste se ha transformado en un inquietante reflejo del presente tecnológico. China, líder indiscutible en el desarrollo y despliegue de vehículos aéreos no tripulados, lo que popularmente conocemos como drones, ha desarrollado una línea de estos aparatos de reducido tamaño y con forma de ave, difíciles de distinguir a simple vista de un gorrión real.

Equipados con cámaras de alta definición, sensores térmicos y sistemas de navegación autónoma, estos drones «pájaro» sobrevuelan ciudades, instalaciones industriales y zonas fronterizas con un objetivo práctico y en cierta forma inquietante: vigilar, mapear, recolectar datos. La ficción ya no es tal.

Aunque la anécdota resulta llamativa, la industria del dron chino no se detiene en lo aviar y va mucho más allá. Se ha convertido en un ecosistema tecnológico tan vasto como estratégico, uno que abarca desde el entretenimiento y la logística hasta el control militar del espacio aéreo, marítimo y submarino. Y en este nuevo orden tecnológico, Pekín no sólo quiere participar; quiere dominar.

Un desfile de poder (y precisión milimétrica)

A principios de septiembre de este mismo año, las cámaras de medio mundo se enfocaron en Pekín. En el 80º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Popular de Liberación ofreció una exhibición armamentística sin precedentes. Entre vehículos blindados de última generación y cazas hipersónicos, una nueva figura dominó el cielo: enjambres de drones avanzados, surcando el aire en perfectas formaciones geométricas. No eran meras coreografías de exhibición: eran demostraciones de capacidad real. Dispositivos de reconocimiento autónomo, microdrones de ataque, unidades de interferencia electrónica, todos ellos coordinados como si fueran piezas de una inteligencia colmena.

La simbología del evento era clara. El desfile no solo honraba el pasado, sino que anticipaba el futuro: uno en el que el dron no es un actor secundario en el tablero militar, sino el eje central de la estrategia de defensa y control. Los drones, en China, ya no son simplemente una herramienta. Son una doctrina.

Algunos de estos innovadores dispositivos ni siquiera estaban diseñados para volar. Bajo las aguas, el país ha comenzado a desarrollar drones submarinos que recuerdan, por diseño y potencial destructivo, al torpedo intercontinental Poseidón ruso. Tanto es así que la revista Escudo Digital ha advertido de su posible uso en misiones de sabotaje, inteligencia o incluso respuesta nuclear. Son drones autónomos capaces de sumergirse miles de metros y navegar durante semanas sin asistencia humana. El océano, hasta ahora el último bastión del combate tradicional, también empieza a robotizarse.

Tecnología, espectáculo y poder blando

Mientras Occidente debate sobre los dilemas éticos del uso de drones —¿pueden tomar decisiones de vida o muerte de forma autónoma?, ¿qué ocurre con la privacidad civil?—, China ha optado por avanzar sin hacer demasiadas preguntas. Su enfoque pragmático ha permitido que, en paralelo al desarrollo militar, florezca un vasto mercado civil donde los drones no solo patrullan, también entretienen, transportan y seducen.
La ciudad de Guangzhou fue escenario, este mismo año, de un espectáculo que ha pasado a los libros de récords. Un total de 11.787 drones surcaron el cielo de forma sincronizada, rompiendo la marca Guinness con una coreografía aérea que mezclaba luces LED, patrones tridimensionales y música ambiental. Fue, para muchos, el equivalente tecnológico de los fuegos artificiales del siglo XXI.

Pero más allá de la estética, el evento era una afirmación de capacidad industrial. Cada uno de esos drones estaba fabricado en territorio chino, con componentes también chinos, dirigidos por algoritmos desarrollados por ingenieros chinos. En una economía donde el autoabastecimiento tecnológico es prioridad nacional, cada espectáculo es también un mensaje: «Podemos hacerlo todo nosotros solos».

De un taller universitario a dominar los cielos: la odisea de DJI

Antes de que los enjambres coreografiados y los drones pájaro dibujaran el nuevo paisaje aéreo chino, hubo un estudiante en Shenzhen obsesionado con lograr que un aparato de cuatro hélices se mantuviera quieto en el aire. De ese empeño, casi artesanal, nació DJI. La historia empezó en un laboratorio universitario, con controladoras de vuelo hechas a mano, soldaduras de estaño y el sueño de volar. Primero llegaron los «cerebros» de los drones —los módulos que permitían a los aparatos mantener el equilibrio— y la introducción de los gimbals (estabilizadores de cámara) dieron con la clave.

El gran salto para la industria que logró DJI se reduce a un clic: el momento en que un usuario cualquiera pudo sacar un dron de una caja, encenderlo y volar. Esa fue la revolución silenciosa. Con la serie Phantom, la empresa GPS, logró aunar estabilización y cámara en un producto llave en mano y facilitar el vuelo a usuarios no expertos; con los Mavic, plegables como una navaja y listos para despegar desde una mochila, democratizó el punto de vista cenital. La estética de los viajes cambió: ya no bastaba con la foto a ras de suelo; el mundo pedía altura.

Pero DJI no se quedó en las postales. Donde otros veían un juguete caro, la compañía vio una herramienta. Los agricultores comenzaron a utilizar estos aparatos para rociar sus cultivos con precisión milimétrica; equipos de rescate los empleaban para localizar senderistas con cámaras térmicas; los ingenieros inspeccionaban torres eléctricas sin trepar un solo peldaño. El dron, en manos de DJI, pasó de capricho a infraestructura ligera: un destornillador que vuela.

La orquesta industrial de la ciudad de Shenzhen

El núcleo de lo que hizo posible esa expansión no estuvo sólo en la ingeniería, sino en la orquesta industrial que posee la ciudad de Shenzhen: proveedores a minutos de distancia, ciclos de iteración que se miden en semanas, y una cultura de producto que aprendía del error a la misma velocidad con la que actualizaba el firmware. Cada nueva generación afinó el rumor de las hélices y la quietud de la imagen, incorporó sensores que veían obstáculos antes que el piloto y algoritmos que, como un perro fiel, seguían al sujeto sin perderlo jamás.

Si la primera década de DJI consistió en enseñar a volar sin miedo, la siguiente ha tratado de enseñar a decidir sin dudar. Esa es la apuesta: convertir sensores y software en juicio operativo. Que un dron no sólo vea, sino que entienda. Que no sólo obedezca, sino que colabore. En ese trayecto, la compañía ha sido, a su manera, un relato condensado de la industria china del dron: empezar pequeño, iterar rápido, escalar sin pedir permiso. Y mientras el mundo discute sobre los límites, DJI sigue limando las esquinas del futuro, hélice a hélice, píxel a píxel.

La fábrica del futuro vuela en enjambre

En Shenzhen, Chengdu y otras capitales tecnológicas del país, la industria del dron vive una efervescencia constante. Universidades y empresas trabajan de forma coordinada en el diseño de nuevos prototipos que integran inteligencia artificial, visión por computadora, sensores de carbono y motores eléctricos cada vez más silenciosos. La colaboración entre los sectores militar, académico y privado, lejos de estar compartimentada como en otras economías, es una práctica institucionalizada en China.

Y eso le ha dado una ventaja competitiva decisiva. Mientras Estados Unidos lidia con regulaciones y batallas legales entre Silicon Valley y el Pentágono, China acelera el proceso de innovación con una sola prioridad: la supremacía tecnológica. DJI, la empresa más conocida del país en el ámbito comercial, ya no lidera sola. Decenas de firmas emergentes —muchas de ellas con fondos estatales— están ocupando nichos como la vigilancia agrícola, la seguridad urbana o la gestión del tráfico aéreo.

En algunos pueblos del interior, por ejemplo, las entregas de medicamentos se realizan ya exclusivamente por dron. En zonas agrícolas, los cultivos se fumigan desde el aire, guiados por inteligencia artificial que detecta plagas antes de que sean visibles al ojo humano. En grandes urbes, como Shanghái o Pekín, las autoridades ensayan sistemas de vigilancia permanente que combinan cámaras tradicionales con drones que patrullan de forma autónoma. El dron ya no es solo un gadget. Es una infraestructura.

Vigilar, predecir, actuar: el sueño del control total

Pekín entiende el poder de la anticipación. La filosofía detrás del desarrollo de su industria de drones no se limita a fabricar dispositivos, sino a integrarlos en una arquitectura más amplia de control predictivo. La inteligencia artificial no solo guía a los drones: analiza en tiempo real sus datos, cruza patrones, detecta anomalías, propone respuestas. En un país donde la vigilancia forma parte del contrato social, este sistema se percibe como una garantía de seguridad, más que como una amenaza.

El dron se convierte así en una extensión del ojo del Estado. No se trata solo de saber qué está ocurriendo, sino de saberlo antes de que ocurra. Esta lógica ha sido aplicada en la gestión de emergencias —como terremotos o inundaciones—, en la lucha contra incendios forestales, en el control de multitudes y, cada vez más, en la previsión de delitos.

Y no es necesario que parezca un dron para funcionar como tal. Muchos de estos dispositivos adoptan formas orgánicas: aves, insectos, peces. Pueden planear durante horas sin levantar sospechas. Algunos, incluso, recargan sus baterías desde fuentes solares en pleno vuelo. El futuro de la vigilancia no vuela con zumbido, sino en silencio.

¿Qué significa todo esto para el resto del mundo?

El auge de la industria de drones china no es un fenómeno aislado. Es una pieza dentro de una estrategia más amplia para redefinir el poder global a través de la tecnología. En lugar de proyectar fuerza militar mediante bases en el extranjero, Pekín proyecta su influencia con innovación, con datos, con sensores y algoritmos que no necesitan cruzar fronteras físicas para estar presentes.

Para las potencias occidentales, este modelo representa un reto mayúsculo. No solo por el ritmo vertiginoso al que evoluciona la tecnología, sino porque China ha logrado combinar eficiencia industrial con capacidad política, algo que pocos países han conseguido en tiempos de polarización e incertidumbre.

En este escenario, los “pájaros que no son pájaros” dejan de ser una metáfora para convertirse en una advertencia. Aquello que parecía absurdo en Reddit en 2021 hoy es parte del catálogo militar de una superpotencia. Y si algo nos enseña la historia reciente de China es que, cuando se trata de tecnología, el futuro llega primero allí.

Firma
Fotografía de Borja RamírezBorja RamírezGraduado en Periodismo por la Universidad de Valencia, está especializado en actualidad internacional y análisis geopolítico por la Universidad Complutense de Madrid. Ha desarrollado su carrera profesional en las ediciones web de cabeceras como Eldiario.es o El País. Desde junio de 2022 es redactor en la edición digital de Economía 3, donde compagina el análisis económico e internacional.
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