Sábado, 20 de Abril de 2024
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El estilo en la obra

“Cada uno torea como es”, sentenció el torero Rafael ‘El Gallo’. Si aplicamos esta máxima a la literatura, veremos que hay un hilo indisoluble que ata al escritor con su obra. En los géneros literarios, el que más identifica al autor con su obra es la poesía. La poesía suele nacer del sentimiento y, en su expresión, es sincera.

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Miguel Hernández y Vicente Blasco

De los cuatro autores que trata este artículo, el más poético es Miguel Hernández, del que solo se conocen prosas anónimas escritas con carácter alimenticio en la enciclopedia “Los Toros”, dirigida y firmada por José María de Cossío. Miguel Hernández fue uno de sus redactores anónimos, con lo que consiguió un ganapán de sueldos estables, que le permitieron vivir en Madrid. Pero el género en el que está escrita la práctica totalidad de su obra es el poético.

Fue un hombre de gran vocación, que no encontró hueco en el sistema académico que se utiliza para reunir artistas en generaciones. No perteneció a la del 27 y tampoco plenamente a la del 36, más cercana a él. Como todos los pájaros solitarios, desarrolló una poesía en la que aparecen motivos muy propios, ya que provenía de una familia que trajinaba con el ganado.

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De hecho, en un intento de sublimar su figura, se consideró que había sido pastor de cabras, algo inexacto al referirse a los negocios familiares. Sus temas acentúan formas que pertenecen a la tierra, la naturaleza, la humildad, la pobreza. Adscrito a la causa republicana, escribió piezas con claras connotaciones políticas.

A la muerte de su gran amigo Ramón Sijé, concibió una prodigiosa elegía que el gran oráculo Juan Ramón Jiménez, ensalzó como primordial en las letras de la época. Obtuvo también el reconocimiento de otros Premios Nobel: Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, ideológica y estéticamente opuestos, que no dudaron en reconocer su mérito literario.

Vicente Blasco Ibáñez y el pintor Joaquín Sorolla emparentan en el subconsciente valenciano como dos autores patriotas. Es cierto que tienen bastantes semejanzas, sobre todo por la temática local de muchas obras, y la exuberancia en su expresión, fruto de caracteres hercúleos y ampulosos. También es verdad que fueron coetáneos y amigos.

Sin embargo, hay que recordar que el enconado republicanismo de Blasco Ibáñez fue el motor interior de su obra. Basta ver su trabajo como editor de libelos y el periódico ‘El Pueblo’, que le condujeron a un repetido exilio. Blasco es un escritor de estilo caudaloso, muy prolijo, con base naturalista y realista. Cuando escribe sus más famosas novelas, ‘Cañas y barro’ o ‘La barraca’, no solo está creando obras regionales, sino alegatos de un republicanismo feroz.

A excepción de los últimos libros, Blasco es un exaltado político, que utiliza la realidad valenciana, agrícola y urbana, para retratar sus defectos sociales e intentar modificarla, aunque sea de manera literaria. Su estilo es a veces excesivamente cotidiano y hasta vulgar, pero tiene la virtud de saber narrar muy bien la naturaleza universal del alma humana, sin la que sus libros no hubieran valido un comino.

Ese es el gran Blasco -el que comprende al hombre-, que degeneró al final poniéndose en manos de empresarios norteamericanos, que le procuraron una gira por EE.UU. que le hizo rico. Doctorado ‘honoris causa’ por la Universidad de Washington, las versiones cinematográficas de ‘Los cuatro jinetes del Apocalipsis’ y “Sangre y arena’ lo colmaron de dólares y fama internacional.

Azorín y Fuster

Azorín fue uno de los fundadores de la llamada ‘Generación del 98’. Después, el cliché “generación” se ha extendido hasta el presente como un método temporal para unir autores que poco o nada tienen que ver entre sí. Sus compañeros son Pío Baroja, Machado, Unamuno, Maeztu y Ganivet. Algunos también incluyen a Valle Inclán, aunque es un asunto discutible.

La ‘Generación del 98’ surgió de un hecho relevante: la pérdida de Cuba y las últimas colonias españolas de ultramar y la consiguiente depresión española. Azorín se apuntaló con rapidez por su estilo de escritura en los periódicos y revistas de Madrid, cuando la prensa aún dedicaba espacio a los artículos literarios. Azorín plantea el tema de sus libros como un fondo, que se va desnudando en breves capítulos, escritos con una prosa de pájaro saltarín.

La frase es corta. El lenguaje claro y a veces culterano. Su observación diminuta y exacta. Su lectura rápida. Sus temas son los propios del 98, e incide en asuntos simbólicos de una España venida abajo.

Joan Fuster hizo el periplo ideológico de ser Jefe de Escuadra falangista en su juventud, hasta significarse como el autor catalanista por antonomasia. Nacido en Sueca, escribió una prolija obra en catalán, sobre todo ensayos y artículos periodísticos, de los que vivía. En su libro más destacado, ‘Nosaltres els valencians’, se resume todo su ideario.

Mediante investigaciones personales manejadas a su arbitrio, llega a la conclusión de la existencia de los Países Catalanes antes incluso de la creación del Reino de Valencia por Jaume I, en la década de 1230. Fuster se siente tan poseído por una fiebre nacional, que en este libro declara que el único pilar que sostiene su vida es demostrar esta hipótesis. Como en el resto de su obra, alterna datos históricos con opiniones personales.

Su escritura es reflexiva pero vivaz. Es muy peculiar el uso de los dos puntos para exponer tras ellos una conclusión. Se muestra aseverativo y tajante. Hay que reconocerle un arduo trabajo sobre la realidad valenciana en múltiples aspectos. Con el tiempo ha quedado como un clásico discutible, que construyó a su manera el nacionalismo pancatalanista.

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