Es como una cita imprescindible de las estancias en la isla: buscar una tarde, adentrarse en ese Tiburón terrestre y dejarte llevar, disfrutar de su música, del ambiente, del paisaje, del entorno, del mar… Y esperar a ver la puesta de sol. Cuando estoy en Formentera, con frecuencia pienso que igual hemos viajado mucho y muy lejos, para valorar más y mejor lo que tenemos muy cerca.
Bastan apenas poco más de 82 kilómetros cuadrados, con 28 kilómetros de largo, para sumergirse en una isla con una mezcla única entre la belleza de sus playas, lo alternativo de su ambiente, la serenidad que preside todas las actividades y todo en un marco de baja edificabilidad; algo que, por otra parte, ha disparado los precios de cualquier casa.
Su origen como destino turístico en los años 60 y 70 quedó marcado por un movimiento hippy que buscaba relax y tranquilidad y esto ha calado en la idiosincrasia de la isla. Quien la visitaba quedaba impresionado.
Playa de Illetes
En los 70 y 80 se inició un fuerte boom turístico; empezó a ser un destino deseado por los alemanes, aunque últimamente, desde hace unos pocos años es una isla casi tomada por italianos. A pesar de ello, no deja de ser nuestro pequeño tesoro, el que tenemos muy cerca y al que siempre deseamos volver. Esa es la fuerza cautivadora de Formentera.
La playa de Illetes me parece sublime y cuando estoy en la isla, siempre encuentro una mañana para disfrutar de ella. Situada en el parque natural de Ses Salines, es un auténtico paraíso. Si no has estado en ella y no la conoces, no lo dudes, es una visita imprescindible por su belleza y porque, en muchos aspectos, está considerada una de las mejores del mundo: blanca, cristalina y apetecible.
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