Europa a contraluz: cómo nació el cambio de hora y qué pasa si termina
España propone en la UE suprimir los cambios estacionales: una medida nacida para ahorrar energía que hoy se juzga por su impacto en salud, hábitos y coordinación.
La escena es reconocible: la alarma del móvil suena, los relojes de casa no se dan todavía por aludidos y el lunes amanece extraño. Dos veces al año, Europa ensaya un pequeño jet-lag doméstico que España propone ahora clausurar. El anuncio —que el Ejecutivo de Pedro Sánchez enmarca en la semana del salto al horario de invierno— reabre un debate más viejo de lo que muchos creen y que hoy ya no gira en torno a bombillas y carbón, sino a ritmos biológicos, productividad y coordinación del mercado europeo.
La idea moderna de mover las agujas no nació con los influencers del sueño, sino con la economía en modo guerra. En 1916, Alemania y Austria-Hungría adelantaron por primera vez los relojes para ahorrar carbón; buena parte de Europa siguió el ejemplo. La práctica se apagó y reencendió a lo largo del siglo XX, con un repunte en los años setenta al calor de la crisis del petróleo.
Pero el verdadero salto político llegó con la integración europea: el mosaico de calendarios nacionales complicaba trenes, vuelos y contratos. Tras años de tiras y aflojas, la Unión Europea fijó un patrón común con la Directiva 2000/84/CE: última madrugada de marzo para entrar en horario de verano, última de octubre para volver al estándar. El objetivo declarado ya no era solo energético; también era el buen funcionamiento del mercado interior.
España se acopló a ese compás y lo dejó por escrito: el BOE publicó en 2022 el calendario de cambios hasta 2026 —incluido el próximo ajuste al horario de invierno, el domingo 26 de octubre de 2025—, una suerte de piloto automático que vence justo cuando la UE debe decidir si sigue o no con el ritual.
La ciencia arrincona al mito del ahorro
Durante décadas, el argumento del ahorro energético funcionó como un axioma. En hogares iluminados por LED, oficinas automatizadas y veranos con aire acondicionado, ese dogma se ha quedado sin fuelle. La evidencia reciente refleja un efecto escuálido: algunos análisis encuentran efectos pequeños y muy variables —dependen del clima y del peso de la refrigeración—, lejos de la promesa de antaño. La pregunta «¿cuándo ahorra el horario de verano?» admite, a menudo, un «casi nunca» como respuesta.
El foco, en cambio, se ha desplazado al cuerpo. Sociedades científicas de referencia recomiendan mantener una hora estándar permanente: menos desajuste circadiano, menos déficit de sueño, menos estrés hormonal. Su conclusión es tajante: mantener el horario de verano todo el año desalinearía de forma crónica la luz matinal con nuestros relojes biológicos; seguir cambiando dos veces al año perpetúa sacudidas evitables.
No es solo teoría. Con datos de múltiples países europeos se ha observado que, tras la transición de otoño, la mortalidad aumenta durante las dos semanas siguientes, mientras que en primavera se detecta un descenso puntual; el patrón sugiere un coste sanitario asociado a los saltos, aunque el balance anual se siga discutiendo. La señal en salud pública, en todo caso, ha cogido volumen en los últimos años.
Bruselas, consulta masiva y un atasco en el Consejo
La política europea ya giró esa llave. En 2018, la Comisión lanzó una consulta sin precedentes: 4,6 millones de respuestas, con un 84 % a favor de suprimir los cambios. En 2019, el Parlamento Europeo votó ponerles fin —entonces con 2021 como horizonte— y dejó en manos de los Estados elegir si quedarse en horario estándar o de verano.
La iniciativa naufragó en el Consejo: sin una mayoría cualificada y con el miedo a una Europa a distintas horas, el expediente quedó congelado.
En la previa del nuevo Consejo de ministros de Transporte, Telecomunicaciones y Energía, la Eurocámara vuelve este de octubre de 2025 a tomar el pulso del asunto. El reloj político marca otra vez hora de decidir.
¿Qué se gana —y qué se arriesga— al apagar el cambio?
Para el bolsillo energético, la ganancia sea probablemente poca. La modernización de la demanda y el peso de la climatización han erosionado casi todo el ahorro atribuible al ajuste bianual, y el posible efecto neto depende más del clima, el mix eléctrico y los hábitos que de la aguja en sí. Donde sí aparece una factura tangible es en los días posteriores a los cambios: más somnolencia, más errores, más incidentes de tráfico, más absentismo. Menos sacudidas equivalen a costes evitados en sanidad y seguros, y a productividad más estable.
Pero el verdadero campo de minas —y la razón del bloqueo— no está en la medicina ni en la energía, sino en la coordinación. Sin una decisión conjunta, cada país podría fijar su estándar y provocar una Europa con escalones horarios dentro del mismo huso: problemas para el transporte transfronterizo, la sincronización de mercados eléctricos y financieros, las cadenas logísticas y, no menor, la vida cotidiana de millones de trabajadores transfronterizos.
Por eso, incluso los partidarios de acabar con el cambio insisten en que el final debe ser ordenado y simultáneo.
España en el mapa de la luz
El debate español tiene un pie en Bruselas y otro en el meridiano de Greenwich. España opera en el huso CET desde 1940 pese a su posición geográfica occidental. Elegir hora estándar permanente aproximaría mejor el amanecer a los horarios escolares y laborales; por otra parte, optar por un horario de verano permanente regalaría tardes más luminosas a costa de amaneceres muy tardíos en invierno, sobre todo en el noroeste peninsular, un punto sobre el que los especialistas del sueño advierten con insistencia.
Cualquiera de las dos salidas, subrayan, sería mejor que seguir saltando dos veces al año. Mientras tanto, el calendario oficial fija cambios hasta octubre de 2026; a partir de ahí, la pelota volverá a estar en el tejado europeo.
Lo que podría pasar si la UE aprueba la propuesta
Si el Consejo desbloquea el expediente y los Veintisiete coordinan la transición, la vida diaria se parecería más a cómo dormimos y menos a cómo iluminábamos en 1970. En términos económicos, el impacto no sería un golpe visible en la curva de la demanda eléctrica, sino una suma de pequeñas eficiencias: menos accidentes tras los cambios, menos roturas de rutina en empresas 24/7, menos fricción administrativa en transportes y sistemas digitales que hoy ya sufren con cada ajuste.
El dividendo de salud —pequeño pero persistente— sería el argumento estrella, especialmente para menores, turnistas y quienes arrancan temprano su jornada. Y, en paralelo, el mercado interior respiraría mejor si el final del cambio llega con un acuerdo regional que evite una Europa a saltos horarios.
La apuesta española —escuchar a la ciudadanía, mirar a la evidencia y actualizar una política que nació en la economía del carbón— llega en el momento oportuno. La tecnología y los hábitos ya hicieron su revolución; faltan las agujas. Y, para una vez, el mejor ahorro quizá no esté en la factura de la luz, sino en el sueño que recuperemos.
Borja RamírezGraduado en Periodismo por la Universidad de Valencia, está especializado en actualidad internacional y análisis geopolítico por la Universidad Complutense de Madrid. Ha desarrollado su carrera profesional en las ediciones web de cabeceras como Eldiario.es o El País. Desde junio de 2022 es redactor en la edición digital de Economía 3, donde compagina el análisis económico e internacional.
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