Tablero y sociedad
Hay tótems como la paz, la libertad, la democracia…, que ocupan casi todas las páginas, espacios o entradas de los medios de comunicación de todo el mundo. Pero hay otro que, tozudamente, mantiene su lugar entre los intereses humanos, aunque nos empeñemos en minimizarlo o ignorarlo como uno de los valores fundamentales de nuestra naturaleza: es todo aquello que desvela nuestro espíritu competitivo.
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Desde que Darwin, en su libro ‘El Origen de las especies’ (1859), propuso la lucha y la competencia como el modo en que unos y otros conseguimos sobrevivir, sabemos que esa característica está indisolublemente unida a nuestra especie. El ser humano ya se ha enfrentado al resto de los seres vivos y ha vencido. Después ha empezado a competir contra sus propios congéneres. Forma parte de nosotros.
Sería interesante investigar cuándo, en la historia de la humanidad, ese espíritu se recondujo a competiciones incruentas, como juegos o deportes. Hoy nos interesa la competición que se produce sobre un tablero de 64 casillas: el tablero de ajedrez.
Sabemos de un juego que se practicaba, al este de la India, ya en el S. VII a. C., llamado Chaturanga. Sobre el tablero ajedrecístico se utilizaban piezas que representaban la estructura de poder y las secciones de ejércitos imaginarios sobre un campo de batalla: el peón, el caballo, el elefante, el rey…
La victoria consistía en derrotar al rey enemigo. Para ello, se iba eliminando a parte de su ‘ejército’ aunque no necesariamente todo. Para la práctica de este juego bastaba el tablero, las piezas y la inteligencia de los jugadores. Como el tablero y las piezas eran iguales para todos, la lucha se decidía en términos de inteligencia y astucia.
Desde su más remoto inicio, pues, el ajedrez ha sido un enfrentamiento de carácter intelectual. Esto iguala a todos sus practicantes. No tiene ventaja el rico, el poderoso, el gigante, el fuerte, ni tan siquiera el hombre sobre la mujer, porque la mente es el órgano que todos heredamos con más similar grado de desarrollo.
Existen en la antigüedad leyendas de intervenciones fabulosas de mujeres en partidas de ajedrez. Estas características lo hicieron tan popular que desde sus orígenes fue muy practicado en Oriente Medio, probablemente zona geográfica donde se originó. Prueba de ello es que, casi desde el advenimiento del Islam -año 655-, las autoridades religiosas lo prohibieron como práctica popular. Probablemente distraía de las obligaciones del rezo.
El ajedrez, con las reglas y piezas con que ahora se practica lo que llamamos ‘ajedrez moderno’, nació en Valencia en su Siglo de Oro. Es emocionante leer el libro ‘En busca del incunable perdido’, del historiador José Antonio Garzón, prueba del germen valenciano del ajedrez.
Hoy son miles de millones los aficionados ajedrecistas. Probablemente, en el mundo habrá más ciudadanos que sepan lo que es el ajedrez, que quién fue Napoleón, Ben Barka o Mandela. Muchos niños, en todo el mundo, se inician desde temprana edad en este juego. Magnus Carlsen, el actual campeón del mundo, ya ganaba campeonatos internacionales a los 12 años. Fue campeón de Noruega a los 15 y del mundo a los 22.
El gran maestro checo Ludek Pachman, autor de numerosos libros de ajedrez, se preguntaba en uno de ellos: “¿Hice bien en olvidar mi título de ingeniero aeronáutico para dedicarme totalmente a ajedrez?”. Es la pregunta que deben hacerse padres y profesores, porque el ajedrez es una actividad tan profundamente acorde a nuestro comportamiento, que puede vencer a cualquier otra vocación.
El tablero es, por tanto, un paraíso tentador, profusamente instalado en nuestra sociedad. Tal vez, si resolvemos los excesos de la adicción, pudiera servir para reconducir la actividad competitiva humana y apartarnos de la violencia y la guerra más que cualquier otro deporte por la universalidad en los requisitos para su práctica.
Si por nuestra programación genética hemos de pelearnos, hagámoslo jugando al ajedrez, porque un mundo que juega al ajedrez es un mundo en que todos nos damos la mano antes y después de la partida. ¿Será posible una sociedad así?
José Carlos Morenilla
Capitán del Club Gambito
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