José Rodrigo Botet, la vida como aventura
José Rodrigo Botet (1842-1915) nació en Manises, en el seno de una familia modesta, dedicada a la alfarería, que hacia 1850 abrió una de las primeras tiendas de cerámica que se ubicó en la recién construida plaza el Cid o plaza Redonda. De su aventurera vida, se sabía, sobre todo, que hizo un gran viaje de negocios a Argentina en el año 1877, cuando contaba 35 años. Pero antes, según se ha investigado recientemente, había una larga serie de episodios cargados de aventura donde figura el servicio militar en Cuba, primero, y luego, en 1864, un encarcelamiento bajo la acusación de ser conspirador carlista, episodio que le llevó a sufrir prisión militar en las torres de Quart y en un lejano penal de Canarias.
La Revolución de 1868 fue origen de su liberación y de su adscripción inmediata a la causa del carlismo, que le tuvo ocupado en el núcleo duro de esta actitud contra Isabel II y los borbones, en Morella y el Maestrazgo, entre batallas y represalias. Consta que, en los avatares de esa guerra civil, sufrió el exilio en Francia durante un tiempo, y se sospecha que fue un agente de información al servicio del Gobierno, introducido en el carlismo. Lo que sí parece probado es que, más allá de la razón política, que en 1877 ya se había tranquilizado, lo que determinó su marcha, primero a París y luego a la Argentina, fueron algunas complicaciones financieras que los perjudicados calificaron de fraude ante los tribunales.
Con 33 años, viudo de su primera esposa, Rodrigo Botet emprende una nueva aventura vital, y empresarial, donde tiene por delante una Argentina en la todo que está por hacer. Junto con un socio catalán, Enrique Carles, se nos presenta como ingeniero y comienza a desarrollar una activa labor como promotor o concesionario de grandes obras públicas: desde el tendido de ferrocarriles hasta el trazado de canales de irrigación, puentes, carreteras y otras infraestructuras.
Tierra de promisión
Argentina fue su tierra de promisión. La necrológica que en 1915 publicó “Las Provincias” nos indica que en la Pampa “halló ancho campo para el desenvolvimiento de sus facultades. La fortuna le sonrió no pocas veces, y conquistó riquezas considerables, que arriesgadas en nuevas empresas, perdíalas unas veces, reconquistándolas otras, siempre movido por ideales grandes”. Protegido y amigo de “algunos personajes eminentes de la República Argentina” no cayó en la tentación del aprovechamiento: “Nunca abusó de esa confianza, hasta el punto de haber podido adquirir una fortuna inmensa cuando se construyó la ciudad de La Plata, para ser la capital de la Argentina, y no lo hizo, cumpliendo con honradez y escrupulosidad la misión que se le confió”.
Vicent Baydal, que ha estudiado en Valencia el personaje, cita los estudios recientes de Antonio Zaragozá y lamenta que la documentación que del valenciano pueda quedar en Argentina, que puede ser clarificadora y abundante, esté por explorar. Lo que sabemos es que esa fase de once años de aventura empresarial le hizo rico, pese a los altibajos, y que como muy rico se presentó en Valencia en 1889, cuando regresó con una colección paleontológica espectacular, que unos dicen era comprada, aunque también cabe la posibilidad de que las piezas fueran aflorando, en diversos puntos de la Argentina, al paso de los grandes movimientos de tierras que hacían sus empresas colonizadoras. Enrique Carles, el fiel compañero, terminó siendo un especialista que catalogó los hallazgos, defendió su valor científico y rehuyó las tentaciones de venta.
La desembocadura del río Bermejo, el trazado de ciudad de La Plata, las obras de irrigación en La Pampa y las concesiones que el político Dardo Rocha le proporcionó, hablan de una epopeya de negocios y proyectos, donde actuó como ingeniero promotor o concesionario emprendedor, sin que sepamos de dónde procede su titulación o la fuente del capital que le movía. Es el momento de “los indianos”, el periodo en que Argentina recibe a miles de emigrantes españoles e italianos movidos por el hambre; gentes sin destino que contribuirán a levantar ciudades y a hacer posible las grandes infraestructuras de un país nuevo.
En su siguiente estancia en América, entre 1889 y el nuevo regreso a Valencia en 1904, Rodrigo Botet inició un nuevo ciclo de obras y negocios, entre los que hay que anotar su deseo, fracasado, de establecer líneas de vapores que llevasen frutas valencianas a la América Latina. El ejemplo de la gran fortuna de otro valenciano, el marqués de Campo, aparece muy cercano a sus propósitos, siempre tocados del impulso de un sueño aventurero. Y no cabe duda de que la aventura argentina de Blasco Ibáñez, su deseo de levantar dos ciudades agrícolas llamadas Cervantes y Valencia, tuvo también raíces en la aventura de Rodrigo Botet.
Pero en el siglo XX los negocios habían cambiado y excluían al menos a los aventureros que hubieran sobrepasado los sesenta años. El declive de nuestro emprendedor le llevó a instalar en Madrid una fábrica de jabón, también fracasada a la postre. Cuando la muerte le llegó, en medio de las penalidades económicas de la Guerra Mundial, en julio de 1915, José Rodrigo Botet, y Augusto, el hijo que con él vivía, estaban en la ruina. En Brasil había quedado, años atrás, la segunda esposa y doce hijos más.
Enterrado en Madrid, precariamente, el diario “Las Provincias” y “La Correspondencia de Valencia” se encargaron de recordar sus glorias. Y fue el alcalde Ricardo Samper, luego efímero presidente del Gobierno durante la República, el que gestionó, en 1920, el regreso de sus restos a Valencia. Y la construcción de un panteón digno del personaje. En él descansa, bajo una escultura orlada de armadillos gigantes y decorada con animales del Pleistoceno.
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