Viernes, 26 de Abril de 2024
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La “business judgment rule”

Alberto Valiente, Asociado Senior Dpto. Mercantil en Garrigues

Desde el momento de la aceptación de su cargo, el administrador de cualquier sociedad mercantil debe adoptar innumerables decisiones que marcarán el devenir de su compañía.

Independientemente de la estructura que adopte el órgano de administración –administrador único, administradores mancomunados o solidarios, o consejo de administración-, cada uno de los administradores debe ajustar su conducta en función de dos grandes parámetros: 1. Debe actuar siempre como un ordenado empresario, cumpliendo en todo momento con los deberes impuestos por la ley y los estatutos sociales; 2. Debe desempeñar su cargo con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena fe y en el interés de la sociedad.

Dada la indeterminación de ambos conceptos, los administradores en España han estado históricamente sometidos a una gran incertidumbre en relación a su actuación y la doctrina más especializada siempre ha abogado por dotar de seguridad jurídica a la adopción de decisiones estratégicas y de negocio –esto es, sujetas a la discrecionalidad empresarial-, de forma que se limitara el riesgo de reclamación de responsabilidad a los administradores en caso de que, habiendo sido respetados unos estándares mínimos de diligencia, el resultado de dichas decisiones no acabara siendo el esperado.

La protección de la discrecionalidad empresarial tiene su origen en la doctrina propia del Common Law conocida como Business Judgment Rule, desarrollada por los tribunales de Estados Unidos. En nuestro país, esta doctrina fue calando primero a través de diversos pronunciamientos jurisprudenciales (entre otros, la sentencia del Tribunal Supremo 17/01/2012 o la sentencia de la Audiencia Provincial de Pontevedra 24/01/2008) para, a partir del año 2014, ser incorporada de forma expresa a nuestro ordenamiento, a través del artículo 226 de la Ley de Sociedades de Capital.

Estándar de diligencia
Según el citado artículo, el estándar de diligencia propio de un ordenado empresario se cumplirá cuando, en la toma de decisiones estratégicas y de negocio, el administrador actúe: 1. De buena fe; 2. Sin interés personal; 3. Con información suficiente.

Por tanto, verificados dichos requisitos, se entenderá cumplido el deber de diligencia, lo que otorgará al administrador una suerte de “escudo protector” (“safe harbour” en terminología anglosajona), frente a cualquier intento de reclamación de responsabilidad en caso de que, finalmente, la decisión terminara causando un perjuicio patrimonial a la sociedad.

La razón de ser de esta regla es clara: la obligación en la toma de decisiones que concierne a los administradores sociales es una obligación de medios, no de resultados. Si fuera de otro modo -de forma que los administradores fueran responsables del éxito o del fracaso económico de cada una de sus decisiones-, significaría que éstos estarían asumiendo el riesgo empresarial propio de cualquier actividad mercantil, actuando como un seguro de resarcimiento frente a sus socios.

En ese caso, existiría un grave desincentivo para los administradores a la hora de adoptar decisiones que implicaran un riesgo económico, limitando su gestión a la adopción de medidas conservadoras o neutrales para el patrimonio empresarial.

Por el contrario, el reconocimiento a los administradores de un ámbito de discrecionalidad e independencia en la toma de decisiones estratégicas y su protección ante eventuales exigencias de responsabilidad, redunda en una mayor implicación por parte del órgano de administración, fomentándose la adopción de decisiones innovadoras y competitivas que, si bien impliquen ciertos riesgos, también sean fuente de potenciales beneficios.

Inmunidad absoluta y deber de lealtad
La protección de la discrecionalidad empresarial, no obstante, no debe entenderse como una regla absoluta, que coloque a los administradores en un plano de inmunidad frente a sus los socios o acreedores de la compañía.

En primer lugar, la verificación del cumplimiento de los requisitos previstos en el citado artículo 226 por parte de los tribunales –buena fe, ausencia de interés personal, información suficiente-, se realizará en atención a las circunstancias objetivas de cada caso.

Naturalmente, el grado de diligencia debida por parte de los administradores varía en función de las características de cada operación, y esto se debe tener en cuenta por el juzgador.

Por el contrario, el tribunal no entrará a valorar los criterios de oportunidad económica o estratégica que subyacen detrás de dicha decisión ni, por supuesto, el eventual resultado adverso de la misma, sino únicamente el cumplimiento de los requisitos señalados en cuanto a diligencia debida.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que el “escudo protector” otorgado a los administradores solo opera desde la perspectiva del cumplimiento de la diligencia propia de un ordenado empresario en la adopción de decisiones de negocio, pero no cuando se cuestiona el cumplimiento del deber de lealtad por parte de los administradores.

Así, el apartado segundo del mencionado artículo 226 excluye del ámbito de la protección aquellas decisiones sobre las que entiende que existe un conflicto de interés para los administradores; esto es, aquellas decisiones que afecten personalmente a otros administradores y personas vinculadas y, en particular, aquellas decisiones que tengan por objeto autorizar las operaciones previstas en el artículo 230 de la Ley de Sociedades de Capital.

Entre otras, realizar transacciones con la sociedad, usar determinados activos sociales o desarrollar actividades que entrañen una competencia efectiva con la sociedad. Para este tipo de decisiones, la capacidad fiscalizadora de los tribunales es completa, ya que no se limita a verificar el cumplimiento de los requisitos de diligencia.

En resumen, mediante la protección de la discrecionalidad empresarial se busca otorgar un mayor grado de seguridad jurídica en la toma de decisiones estratégicas por parte de los administradores, trasladando la capacidad fiscalizadora de los tribunales, del resultado de la decisión en sí, al proceso de gestación de la misma, de forma que los administradores se vean incentivados a impulsar el desarrollo económico de sus empresas en busca del beneficio de sus socios y del tráfico mercantil en general.

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