60 años de la gran riada de València
Para el recuerdo de miles de valencianos, incluso para las circunstancias de sus propias vidas, la riada de octubre de 1957 ha marcado un antes y un después. Muchos dejaron de estudiar, se cambiaron de casa, retrasaron una boda o tomaron otro tipo de decisión trascendente a causa de la perturbación que la riada causó en su biografía. Como secuela de aquella inundación, incluso la propia ciudad, y su comarca, cambiaron de forma radical. Sesenta años después, aún estamos terminando de abordar las soluciones de futuro que tuvieron como origen la riada.
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El Turia, como el Júcar y otros de la vertiente mediterránea, es un río corto, que cíclicamente padece avenidas muy destructivas. Históricamente, cuando no estaba regulado por embalses, dio a la ciudad de València golpes mortales, perfectamente documentados por los historiadores. La explicación del enorme cauce de piedra que se le construyó, la razón de sus puentes, tantas veces derruidos, no es otra que sus grandes avenidas, especialmente dañinas en otoño.
Entre la una de la madrugada y las 15:30 h del 14 de octubre de 1957, dos riadas sucesivas, la segunda mucho mayor que la anterior, desbordaron el Turia sobre la ciudad de València, que quedó paralizada y cubierta de barro.
Un enorme temporal de otoño -lo que hoy llamamos una “gota fría”-, se había abatido durante las dos jornadas anteriores sobre la provincia, produciendo lluvias torrenciales en el curso medio del río. Los barrancos que desembocan al norte y al sur del Turia, singularmente los de Carraixet y Torrent, también se desbordaron. Como lo hicieron los ríos Magro y Palancia.
En la primera riada, el Turia llevó unos 2.700 m3 de caudal; en la segunda llegó a los 3.700, siete veces el caudal medio del Ebro. En las horas de máxima inundación, el río y los barrancos formaron un gran delta que iba desde Puçol hasta l’Albufera, incluyendo el distrito marítimo y el puerto en el área anegada; por añadidura, el temporal duro de Levante dificultaba la desembocadura de las aguas.
Desde Campanar, donde primero se desbordó por su izquierda, el río se abrió hacia el norte y el sur, y lo llenó todo, buscando el alivio del mar. Tendetes y la calle de Sagunto, la Volta del Rosinyol, las huertas de Mestalla y el pueblo de Benimaclet… Todo el Marítimo, desde Alboraya a Pinedo, quedó cubierto por las aguas, que en Nazaret alcanzaron su peor y más desoladora devastación.
El Turia buscó sus antiguos cauces: el de la plaza de Tetuán -la Rambla dels Predicadors-, y el ancestral de la Bolsería y el Mercado, que termina por unirse al caudal general en la calle de las Barcas. Los nombres clásicos de la ciudad -Tossal, calles Alta y calle Baja-, encontraron la justificación perdida; y solo la colina-isla de la València más antigua, el primitivo asentamiento romano de la ciudad, quedó a salvo de las aguas. Hasta el punto de que en la basílica de la Virgen hubo una pareja que pudo casarse en la mañana del día 15 “con normalidad”.
Las víctimas
Si Marines quedó aplastada por un desprendimiento de rocas, los pueblos del curso del río quedaron maltrechos: Tuéjar, Calles, Domeño, Chelva… Solo en Pedralba se produjeron trece víctimas en el primer momento de la inundación. Los cadáveres comenzaron a ser rescatados por los vecinos y los mermados servicios de policía y bomberos en las primeras horas; pero en el sumario judicial que se abrió horas después de la riada en los locales que el Ayuntamiento prestó a un juzgado de guardia que tenía inundado su despacho, todavía tuvieron cabida dos cadáveres aparecidos en la playa en el mes de febrero de 1958.
En las plantas bajas y porterías del Carmen fueron sorprendidos varios ancianos, que murieron ahogados; en la calle de Roteros y en la de Peñarrocha, en las inmediaciones del actual Palau de la Música, hubo terribles dramas; familias anteras perdieron la vida bajo el agua.
Aunque siempre ha sido objeto de debate y duda, las víctimas mortales inscritas en los sumarios judiciales fueron 81, 52 en la ciudad de València y 29 en el resto de la provincia. De ellos, 15 que no fueron identificados y otros 14 constan como desaparecidos. La mayoría de las víctimas fueron niños y ancianos.
El gobernador civil y el alcalde, que habían acudido a la zona de Nazaret al iniciarse la inundación, quedaron aislados por las aguas e incomunicados durante varias horas en el edificio de la Comandancia de Marina; fue preciso enviarles un camión de plataforma alta para evacuarles.
Durante lo peor de la riada, la provincia estuvo aislada y fuera de control. Tanto Gobierno Civil como Capitanía sufrieron niveles de agua que superaban la altura de una persona, el servicio de agua potable y electricidad falló y la precaria red Telefónica quedó inutilizada.
La pasarela del Pont de Fusta desapareció y el puente de la Exposición quedó partido y maltrecho por la fuerza de las aguas. En el bar de la esquina de la Glorieta con la calle de la Paz, la estanquera, que dormía en el local, se salvó subiendo al mostrador y desde allí fue rescatada gracias a que se hizo un agujero en el piso superior.
En la calle de Pintor Sorolla el agua pasó de los dos metros y medio y en la calle Baja llegó a los tres. El almacén de las “Rocas”, en la calle de Roteros, fue inundado hasta los cuatro metros de altura y en la calle Doctor Olóriz, con cinco metros de agua, el párroco de Marxalenes improvisó una balsa con maderas para ponerse a salvo junto con otros vecinos.
Los daños
Miles de personas, en la ciudad y en una treintena de pueblos, habían perdido sus bienes personales o tenían el negocio en ruinas. Los daños, tanto en bienes públicos como privados, fueron terribles: comunicaciones, caminos, escuelas, museos, jardines, periódicos, cines… Todo quedó trastocado por el poder de las aguas, que inundaron por igual el campo de futbol de Mestalla que el Asilo de los Ancianos Desamparados, los juzgados de la Glorieta que los depósitos de los tranvías.
Para hacerse una idea de la magnitud del daño, quizá baste decir que las bobinas de papel de los periódicos fueron vistas flotar por el centro de la ciudad y que un ciudadano, manejando una piragua, se dio una vuelta marinera por el patio de operaciones de la oficina central de la Caja de Ahorros, que estaba en el actual edificio de la Glorieta, solo accesible mediante seis escalones.
Los daños en caminos rurales y carreteras, en teléfonos y telegrafía, fueron gravísimos y dificultaron la normalización de la vida. Pronto se vio que, en las zonas bajas de València, sobre todo en el distrito Marítimo, el problema estaba en el alcantarillado; en muchos lugares, en su ausencia o en la obstrucción de las conducciones.
Los daños en la agricultura se cifraron en más de 760 millones de pesetas. Los sindicatos oficiales estimaron que el mal sufrido por las 5.580 empresas afectadas, en más de 1.100 millones de pesetas, de los que 972 se referían a instalaciones, maquinaria y mercancías, y los restantes, bien a inmuebles o a jornales abonados a trabajadores en paro.
Los daños en las redes de transporte superaron los 81 millones y los que reseñó el Ayuntamiento en sus propios bienes y servicios fueron 326,7 millones. El balance de la Diputación fue de 59 millones en toda la provincia y el de organismos del Estado rozó los 120 millones.
Todas las cifras eran descomunales para la economía de aquel tiempo, todas desbordaban los peores augurios y estuvieron a punto de hundir a la sociedad valenciana, que anímicamente estaba en el camino de la depresión.
Por fortuna, con la ayuda de la prensa -cabe recordar aquí los artículos de Martín Domínguez en la serie ‘En caliente’ de “Las Provincias”-, València encontró fuerzas en medio de la desolación. Y recuperó los ánimos necesarios para levantar la frente, sacudirse el estupor y el dolor y comenzar a avanzar.
La primera tarea evidente consistía en quitar de las calles de la ciudad miles de toneladas de enseres inservibles rebozados en barro. Se calculó que había unos 30 centímetros de fango en una extensión de unos diez km2. Tres millones de metros cúbicos de barro y basura eran una enormidad, que hizo precisa la intervención del Ejército.
Los soldados, junto con miles de civiles voluntarios, trabajaron durante un mes, codo con codo, en las tareas de limpieza. Que empezó por vaciar de barro y desperdicios cientos de establecimientos, gracias a la colaboración directa de los empleados.
Casi cinco mil soldados colaboraron en una tarea colosal, que requirió traer a València parte de la maquinaria norteamericana -volquetes, traillas, camiones, etc.-, que estaba trabajando en el Plan Badajoz y en la construcción de las bases aéreas norteamericanas.
Los solares de la Ciudadela y determinadas zonas de la Dehesa del Saler fueron los depósitos del barro de la inundación. Un mes después, la ciudad estaba limpia del pegajoso recuerdo de la inundación. Y comenzaba a recuperarse del golpe moral que había sufrido. Con el compromiso tácito de que, a ser posible, nada de todo lo sucedido volvería a producirse.
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