Viernes, 26 de Abril de 2024
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¿”Quo vadis” empresa pública?

2015-nov-OPI-Tomarial-Tomas-V-LepinetteAbogado y socio Tomarial, Abogados y Asesores Tributarios

Con la publicación en el BOE, el pasado día 2 de octubre, de la nueva Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público (que entrará en vigor al año de su publicación, esto es, el 2 de octubre de 2016) se completa el marco normativo general “poscrisis” de las empresas públicas. El movimiento se inició con la reforma de la Ley de Bases de Régimen Local por parte de la Ley 27/2013, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, se prosiguió a nivel autonómico (ad. ex. entre nosotros, por la Ley 1/2015, de 6 de febrero, del Sector Público Valenciano) y finalmente, se cierra ahora con la ya indicada Ley 40/2015. El problema con que se enfrentaba el legislador estatal y los autonómicos era, en todos los casos, el mismo, a saber, el desgobierno que se había producido en el sector público empresarial y sus efectos en el cómputo del déficit público. La respuesta a esta situación se puede sintetizar en cinco aspectos distintos, que inciden especialmente en las sociedades públicas locales:

(i) Limitación a la creación de sociedades públicas. Se generaliza la obligación de acreditar en el expediente de creación que la adopción de la forma jurídico privada para prestar servicios es más eficiente que la adopción de la forma jurídico pública (p. ej., a través de un organismo público) así como la obligación de fijar objetivos anuales y forma de medirlos.
(ii) Limitación a la responsabilidad de los administradores, que solo responderán por dolo o culpa grave, siendo dicha responsabilidad exigible conforme a las reglas de responsabilidad patrimonial (art. 115.2 Ley 40/2015) y asunción de la responsabilidad por parte de la Administración General del Estado, a diferencia de la responsabilidad de los administradores de sociedades, que es exigible incluso por culpa leve.
(iii) Para las sociedades públicas locales, previsión de liquidación de las sociedades públicas cuando se encuentren en situación de desequilibrio financiero durante dos ejercicios y, aunque no se diga expresamente, parece que con la correspondiente asunción del pasivo por parte de la Administración local, evitando con ello el concurso de acreedores (y de paso, la posible responsabilidad de los administradores sociales, cuestión que salió a la luz a raíz del caso “Televisió de Mallorca”).
(iv) También para las sociedades públicas locales, la prohibición de crear grupos de sociedades públicas.
(v) Igualmente para las sociedades públicas locales, la obligación de que la corporación local o provincial establezca ex ante una clasificación de las sociedades que controla en tres grupos distintos en función de parámetros objetivos para establecer el número mínimo y máximo de contratados con contrato de alta dirección, fijándose en la ley los números mínimos y máximos de administradores.

La conclusión de lo anterior es que el legislador ve con manifiesto desfavor las sociedades públicas y que considera que son un instrumento inadecuado para la prestación de servicios. Este juicio evidentemente tiene su razón de ser en las numerosas disfuncionalidades que han presentado las sociedades públicas (y no solo en España, sino también en los países de nuestro entorno como Alemania, véase, entre otros, Dietrich, Irina, öffentliche Unternehmen in Deutschland, Tesis doctoral, 2012), pero a nuestro juicio la vía para la solucionarlo no es la que se está siguiendo.

En efecto, la idea fundamental que anima a las sucesivas reformas es que hay que limitar a los administradores de las sociedades mercantiles en mano pública y hacer que las sociedades públicas sean cada día más parecidas a los organismos públicos, pero a nuestro juicio la vía no es esa, sino justamente la contraria. La presión real viene dada por el mercado y no tanto por un régimen fiscalizador o, en su caso, sancionador de los superiores políticos respecto de los gestores de las sociedades públicas. ¿Qué superior político –salvo que haya cambiado la mayoría en el poder en el organismo público en cuestión– va a demandar a los administradores de una sociedad cuando le son políticamente afines?

Por tanto, partiendo de la libertad de configuración que tiene el legislador respecto de la empresa pública, a mi juicio lo que hay que hacer es precisamente es (i) asegurarse de que los miembros de los consejos de administración y los gerentes de empresas públicas sean los mejores profesionales disponibles, para lo que sería conveniente eliminar los topes salariales y establecer mecanismos de retribución por objetivos; paralelamente, (ii) prever para los gestores de sociedades públicas un mecanismo de rendición de cuentas similar al de los administradores concursales, extraordinariamente detallado y prolijo, y combinado con lo anterior, (iii) ampliar la legitimación activa de los terceros, de tal modo que pueda ejercitar frente a los administradores acciones en interés de la sociedad pública y que tengan derecho a cobrar un porcentaje de los importes a los que, en su caso, se condene a los administradores sociales. Se trataría de la aplicación al caso que nos ocupa de la acción “qui tam” conocida en el Derecho estadounidense y también parecida a lo que ya sucede en nuestro Derecho concursal en el que se reconoce a los administradores concursales el derecho a una retribución adicional por las acciones de rescisión que ejerciten con éxito (art. 11 Real Decreto 1860/2004, de 6 de septiembre, por el que se establece el arancel de derechos de los administradores concursales) y (iv) permitir que “de facto” las sociedades públicas puedan ser declaradas en concurso. Ahora está legalmente permitido pero el socio único (i.e., la Administración pública correspondiente) prefiere asumir los pasivos antes que ir a concurso (véase, por ejemplo, el caso malhadado de Radio Televisión Valenciana, SAU). Solo si los administradores saben que las sociedades que gestionan pueden acabar en concurso (voluntario o, peor aún, necesario) tendrán los incentivos para gestionar adecuadamente.

En suma, parece que en vez de limitar la capacidad de gestión de los administradores de sociedades públicas, habría que hacer justo lo contrario: más libertad pero también, más mecanismos eficaces de exigencia de responsabilidad.

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