Me he criado en uno de los pueblos, Catarroja, más golpeados por la DANA. Pero la historia de estos días no es la mía ni la de Catarroja, sino la de las 250.000 personas que habitan l’Horta Sud; la de los fallecidos, los desaparecidos y los supervivientes. La máxima dicta que aquello que no se escribe, no ha ocurrido, y estos días muchos hemos sido testigo de lo peor y lo mejor de lo que es capaz la naturaleza y el ser humano. Le he estado dando muchas vueltas a cómo escribir esta crónica, a cómo narrar esta historia que sólo me sale escribir en un tono que se aleja mucho de la tónica habitual de este medio, pero que veo imposible de narrar de otra forma; un desastre de esta magnitud no puede jamás contarse desde la normalidad.
Estos días he aprendido cosas que jamás me había parado a considerar. Ahora sé que los cabezales de los coches están pensados para poder usarse como martillos a la hora de romper las ventanillas en caso de emergencia. En tres días he aprendido que mover un coche eléctrico es un problema, porque sus frenos de mano se bloquean automáticamente, y que un buen punto para asegurar un cabrestante a la hora de arrastrar un vehículo son los cinturones de seguridad. También sé que la mayoría de personas a las que ofrecí agua la rechazaron porque estaban seguros de que habría «otra persona que la necesitase más».
Todos hemos visto ya las imágenes de la destrucción generada por la DANA. Yo no quiero hablar del lodo, del agua o de las negligencias, para eso ya habrá tiempo; yo quiero contar la historia de aquellas personas que, en las primeras horas tras el desastre, se lanzaron a tratar de hacer algo de bien entre tanto mal. Javier Olmo fue una de esas muchas personas. Aunque originario de Benetússer, en la actualidad reside en el vecino pueblo de Massanassa, ambos muy afectados. La tromba le pilló en casa preparando una escapada para el puente y, tras una de las peores noches de su vida, salió a unas calles anegadas para ver qué podía salvar. Entre el miedo y el desconcierto, ese «qué» se transformó pronto en un «quién», y Javier decidió acudir a una de las llamadas de voluntarios emitidas por el Ayuntamiento. Su todoterreno Mitsubishi se había salvado y el joven de 30 años no dudó en ponerse a disposición de las autoridades locales.
Uno de los aspectos clave para entender lo crítico de esas primeras horas, es que desde los canales oficiales continuaban llegando alertas de desbordamiento que, entremezcladas con los bulos y la desinformación acerca de roturas de presas, cernían sobre las zonas afectadas la amenaza de una réplica: el agua podía volver en cualquier momento. Pasado el abarrotado cauce nuevo del río Turia, toda comunicación se perdía, junto con la electricidad y, por supuesto, el agua corriente. Lo único que llegaba a los móviles de los supervivientes era la ya tristemente famosa alerta de los servicios de Protección Civil de la Generalitat Valenciana. Y, con cada nueva alarma, un grito de «que viene el agua», seguido de una estampida. «¿Será verdad esta vez?», me repetía, ¿dónde me puedo aferrar si me lleva el agua?
El tiempo determinará las causas y las responsabilidades, pero muchas de las víctimas se encontraban en sus puestos de trabajo cuando les sobrevino la tromba de agua. La tarde del martes 29, Julia Rizo estaba trabajando en una clínica veterinaria de Massanassa cuando el agua comenzó a correr calle abajo. No bajar todas las persianas de la clínica cuando comenzó a llegar el agua, un coche movido por la corriente que se falcó contra un árbol… su historia, de las más dramáticas de aquel fatídico día, está plagada de pequeñas decisiones y casualidades que terminaron por salvarle la vida a ella y al grupo de 14 personas, incluido un niño pequeño, con el que se encontraba.
«Varios grupos de personas a los que nos había pillado la riada comenzamos a caminar calle abajo con el agua por las rodillas. Íbamos haciendo una fila, cogidos unos de otros para que nos se nos llevase la corriente. Conforme crecía el agua, quedamos atrapados en una calle en donde caía menos tromba. Un todoterreno al que se estaba llevando el agua quedó encajado entre un árbol y la pared, y nos quedamos en torno al vehículo, cogidos a los toldos y las paredes», me cuenta Julia. En esa situación extrema la joven veterinaria pensaba en su madre, en que no le diese «un infarto» si a ella le ocurría algo. Con el agua por el pecho se comunicó con ella a través del teléfono móvil, que en aquellos momentos todavía tenía red. Le mintió, le dijo que se había refugiado en una finca y que se encontraba bien, que no debía preocuparse por ella.
Fue la valentía y la rápida actuación de un vecino, lo que les permitió salvar la vida. Desde la ventana de un primer piso, empleando un cable y sábanas entrelazadas, el vecino fue subiendo uno a uno a las personas atrapadas. En función del peso, primero el niño, después las jóvenes, por último los hombres. «Cuando solo faltaban por subir dos hombres, el cable se rompió y uno de ellos cayó y quedó medio inconsciente tras el golpe. En aquel momento se hizo un silencio, porque el miedo y la desesperación podrían haber hecho a la gente dejar al hombre atrás. Pero no fue así, lograron subirlo con sábanas atadas». Julia y los demás supervivientes pasaron la noche distribuidos en distintas casas de vecinos que los acogieron, sin poder pegar mucho ojo. La tarde del miércoles una voz gritó su nombre, al asomarse a la calle vio a su madre y su novio, Rosa Gómez y Manuel Soliva, cubiertos de fango. Habían venido a pie desde Valencia a buscarla.
Dejar constancia de lo ocurrido
Apenas 24 horas después del desastre, al todoterreno de Javier se habían unido otros ocho, con conductores locales y voluntarios llegados de Castellón, formando un convoy autogestionado. Los próximos dos días los pasaron abriendo caminos, a través del lodo y las barricadas de vehículos, para transportar suministros entre los puestos de coordinación que los ayuntamientos habían improvisado. Uno de estos puntos se encontraba en el Colegio Público La Fila de la localidad de Alfafar, cuyas aulas se habían convertido en almacenes improvisados en donde decenas de voluntarios preparaban paquetes de ayuda con los recursos que iban llegando.
Algunos de esos pertrechos, principalmente ropa, comida y agua, llegaron a lomos de estos todoterrenos. Con un móvil en la mano que no dejaba de sonar, Empar trataba de coordinar al medio centenar de voluntarios para que descargasen los vehículos. «Quiero una fila a la derecha que descargue la comida y el agua. Otra a la izquierda que se encargue de la ropa. Lo más importante es descargarlo todo rápido para no bloquear el acceso al colegio, las ambulancias y la Guardia Civil necesitan poder entrar y salir rápido», ordenaba la mujer. Más allá de su nombre, no he sabido quién era. Tampoco parecía hacer falta, en ese momento era una líder tomando las decisiones correctas, y eso era todo cuanto hacía falta saber. Al igual que ocurre con Empar, hay muchas otras personas con las que he compartido algunos de los días más duros de mi vida, y a las que, ahora caigo, no pregunté sus nombres.
Cuando el convoy de 4×4 hace una pausa a mediodía para comer, la única que tendrán en todo el día, Javier aprovecha para grabar con su móvil los desperfectos. «Hay que documentarlo todo, debemos dejar constancia de lo que ha ocurrido. Fuera de Valencia, en las televisiones, no se aprecia la magnitud de lo que ha ocurrido. Tienen que saber lo que nos ha pasado», asegura.
En las zonas afectadas, a pie de lodo, el sentimiento generalizado fue de abandono hasta bien entrado el 1 de noviembre. El Día de Todos los Santos, una columna de miles de voluntarios procedentes de todos los puntos de Valencia cruzaban a pie sobre el cauce del río en dirección a los pueblos afectados. Cargados con palas, escobas y pertrechos, se distribuían por los diversos pueblos para ayudar en las tareas de limpieza y desescombro. Sin embargo, la falta de comunicación y la incapacidad de organizar una respuesta coordinada por parte de las autoridades, se tradujo en cierta sensación de saturación en los pueblos afectados.
Se necesitaban manos, pero, sobre todo, se necesitaba maquinaria pesada y un mando organizado y capilar. En la rotonda de entrada a Massanassa, equipos de Protección Civil del Alto Jalón trataban de coordinar el tráfico de vehículos, ambulancias y voluntarios. Cuatrocientos metros más allá, agentes de Aduanas de la Agencia Tributaria trataban de quitar escombros a mano. En el puente de acceso del polígono de Catarroja, cuatro camiones del Ayuntamiento de Madrid quedaban bloqueados al darse de bruces con un convoy de voluntarios, que avanzaba en dirección contraria.
De igual forma que me costó arrancar esta crónica, se me ha complicado concluirla, quizá por la sensación de que esta historia todavía dista mucho de tener un final. En los pueblos arrasados se oía mucho la frase, que creo que es acertada, de que «esto es tan solo el principio». Hay mucho trabajo por hacer, y así como la historia del desastre pertenece a las víctimas, la de la reconstrucción está todavía por escribir, y es responsabilidad de toda la sociedad que tenga un final feliz. Del trabajo, la buena fe y la solidaridad de todos, autoridades, ciudadanos, trabajadores y empresas, dependerá que logremos volver a levantar -igual o mejor- lo que teníamos hace tan solo una semana, cuando nos golpeó la tragedia. Yo, tras todo lo que he visto estos días, confío en Julia, en Javier, en Empar, en Manuel y en Rosa. Yo confío en esta tierra.