Martes, 30 de Abril de 2024
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Responsabilidad ante las decisiones societarias

Abogado José Domingo Monforte Abogados Asociados

2014-diciembre-opi-Jose-Domingo-MonforteEl deber de lealtad que nuestro derecho de sociedades exige a los administradores tiene una regla heurística en su desempeño: la de subordinar su interés cuando éste se encuentre en situación de conflicto con el de la sociedad, con la doble prohibición de ocultarlo y de actuar bajo dicha influencia o corriente de interés. Esta situación conflictual societaria tiene su regulación en el artículo 230 de la Ley de Sociedades de Capital, que establece una regla general de prohibición de competencia y una excepción que se condiciona a la autorización expresa de la junta general.

La tutela de los intereses de la sociedad se construye sobre un modelo preventivo presidido por el principio de prohibición relativa. La STS 26 de diciembre de 2012, introduce un matiz relevante a la anterior doctrina jurídica al advertir que la Ley parte de la premisa de que la dedicación simultánea del administrador de la sociedad a una actividad análoga o complementaria a la del objeto social, ya sea por cuenta propia o ajena, constituye un conflicto de intereses que puede redundar en perjuicio de la sociedad, razón por la cual se prohíbe. Pero no de forma absoluta, sino relativa, pues cabe la autorización de la junta general.

Esta autorización debe ser expresa. Esto es, debe constar expresamente la voluntad de la junta que consiente en que el administrador desarrolle esta actividad que, en principio, acarrea los riesgos propios del conflicto de intereses.
La infracción de este deber proyecta consecuencias para el Administrador en distintos ámbitos y, entre ellos, lógicamente, el societario como causa legal suficiente para su cese, al reunir dicha acción de competir con la sociedad los requisitos típicos del conflicto de interés, poniendo en potencial riesgo los intereses sociales.

Contenido de la obligación
A mi juicio, es en este ámbito donde se ha relajado en exceso el contenido obligacional de la prohibición legal, huyendo de interpretaciones rigurosas y admitiendo la doctrina de los propios actos y del consentimiento tácito para enervar dicha expresa autorización requerida por el precepto, tratando ‘cum grano salis’ que la autorización queda condicionada a la información plena de todos los datos relevantes de influencia en sus intereses.

Es claro que en el orden interno societario -para la revocación del cargo de administrador- ni siquiera precisan de un perjuicio evaluable, sino que basta el potencial riesgo.

Y este riesgo es de suyo suficiente y refractario para sancionar la conducta, fundamentalmente por el carácter preventivo de la norma de prohibición de competencia en la medida en la que centra la atención en la exigencia de autorización y no, en la causación del daño a la sociedad.

La consecuencia legal y procesal es que no precisa ni es necesario acreditar el perjuicio económico efectivo y manifiesto a la sociedad para considerar desleal la conducta del administrador para cesarle. En definitiva, la interdicción de competir es una conducta de mero riesgo de lesión del interés social, así lo ha declarado el Tribunal Supremo en sentencia de 5 de diciembre de 2008.

La responsabilidad civil societaria (ex lege, artículos 236 y 238 LSC) concurre cuando el perjuicio deriva de la probada acción desleal competencial e impacta sobre el patrimonio social, y requiere de una adecuada conexión causal entre el daño y la infracción del deber de lealtad inherente en el desempeño de su cargo.

La doctrina jurisprudencial exige para que pueda prosperar la acción social de responsabilidad que concurra una conducta del administrador (bien antijurídica, por ser contraria a la Ley o a los Estatutos, o bien culposa, por no haber desempeñado el cargo con la lealtad con que debiera haberlo hecho), siendo igualmente necesario que el patrimonio social haya sufrido un daño cierto. Se exige la prueba de que dicho daño sea una consecuencia de la actuación objeto de reproche.

Nuestro Tribunal Supremo así se ha pronunciado en reiteradas ocasiones, entre otras, en sentencias de 26 octubre y 19 noviembre 2001, 25 febrero de 2002, 14 noviembre de 2002, 20 diciembre y 24 diciembre de 2002 o 4 de abril de 2003, que mantienen que no puede prosperar una acción social de responsabilidad si no se acredita el nexo causal entre la actuación que se imputa al administrador y el concreto daño en el patrimonio social que se dice causado.

Corriente de interés
Por último, cuando la conducta intensifica su gravedad y se actúa con un dolo específico (supuestos en los que el administrador, influenciado por corrientes de interés ocultas desviadamente, adopta decisiones que le proporcionan cualquier tipo de utilidad o ventaja a costa de faltar al deber de lealtad propio de su cargo), estamos ante acciones equiparables a una especie de cohecho pero cometido por particulares.

La corriente de interés que mueve la decisión hacia su actuar oportunista del que, como se ha dicho, obtiene algún tipo de utilidad o ventaja, puede tener cualquier forma o revestir diferentes modalidades, por lo que el tipo no conlleva necesariamente el “animus rem sibi habendi” aunque tampoco lo excluye.

Las SSTS de 26 de septiembre de 2002 (Caso Banesto) y la de 19 de febrero de 2.004 (Caso Wardbase-Torras) cuando someten a examen el tipo del artículo 295 declaran su consumación “cuando se perjudica patrimonialmente a su principal distrayendo el dinero o bienes de la sociedad cuya disposición tiene a su alcance, no siendo necesario que se pruebe que dichos efectos han quedado incorporados a su particular patrimonio, sino únicamente que existió un perjuicio para el patrimonio social como consecuencia de la gestión de la mercantil con infracción, consciente y consentida, de los deberes de lealtad y fidelidad inherentes a la función administradora desempeñada por el sujeto activo”.

Las corrientes de interés, al igual que ocurre en el fenómeno marino, colocan al representante administrador en constante peligro de succión. Para evitar la responsabilidad y los riesgos de verse atrapados por ellas, no hay más antídoto que la ética que es el sustrato que debe presidir las relaciones económicas. La ética siempre es rentable.
Publicado en “Actualidad Jurídica Aranzadi” (AJA) n.º 889

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