La discrecionalidad en el ámbito de la gestión pública
Socia. Olleros Abogados Despacho socio de la Fundación de Estudios Bursátiles y Financieros (FEBF)
El artículo 226 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC) establece que, en el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocio, sujetas a la discrecionalidad empresarial, el estándar de diligencia de un ordenado empresario se reputará cumplido cuando el administrador haya actuado de buena fe sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y en el marco de un procedimiento de decisión adecuado.
A ello añade que no se reputarán incluidas dentro del ámbito de discrecionalidad empresarial aquellas decisiones que afecten personalmente a otros administradores y personas vinculadas y, en particular, aquellas que tengan por objeto dispensar de las prohibiciones contenidas en la propia Ley para evitar situaciones de conflicto de interés.
Este precepto se introdujo conforme recomendó en su día la comisión de expertos creada en 2013 para analizar el gobierno de las sociedades en España y proponer medidas para mejorarlo. Su informe inspiró la modificación de la Ley de Sociedades de Capital de 2014 y la finalidad de este concreto precepto fue consagrar legislativamente la denominada Business Judgment Rule.
Como es sabido, la Business Judgment Rule pretende proteger la discrecionalidad empresarial en el ámbito estratégico y en las decisiones de negocio, por considerarlo necesario para fomentar una cultura de innovación y facilitar la sana asunción y gestión de riesgos. Concretamente, establece que los jueces no revisarán las decisiones de carácter empresarial tomadas por los administradores si estos se informan suficientemente antes de tomar sus decisiones, no tienen un interés propio en conflicto con el de la sociedad y la actuación no es ilegal o contraria a los estatutos.
Obviamente, la protección de la discrecionalidad empresarial sigue a la consagración de un deber general de diligencia en el anterior artículo 225 LSC. En él, se apela a la propia de un “ordenado empresario”, teniendo en cuenta la naturaleza de su cargo y las funciones que se le atribuyen, y a su deber de exigir y derecho a recabar la información necesaria para el cumplimiento de sus obligaciones, precisándose que se espera de ellos la dedicación adecuada y la adopción de las medidas precisas para la buena dirección y el control de la empresa.
Además, y como no podía ser de otra manera, la protección de la discrecionalidad empresarial se apoya en un deber de lealtad que, a propuesta de la propia comisión de expertos, se refuerza en los artículos 227 y siguientes de ese mismo texto legal, en los que intentan subsanarse ciertas deficiencias advertidas en el marco regulatorio entonces vigente en la tipificación y sistematización de las conductas desleales, la identificación de los destinatarios de los deberes de lealtad, el volumen de las sanciones aplicables y los cauces previstos para exigir las correspondientes responsabilidades.
En definitiva, lo que se consagra con la introducción de estos preceptos es el principio de que los accionistas tienen derecho a esperar un determinado comportamiento de los administradores, no un resultado. Los administradores incurren en infracción de su deber de diligencia si no se ocupan activamente de los asuntos de la sociedad pero, haciéndolo tienen –digámoslo así– derecho a equivocarse.
La reflexión, enfocada de esta forma, es perfectamente trasladable al ámbito público.
Ciertamente, parece empíricamente demostrado que estándares de control más estrictos son más ineficientes en compañías y sectores con perspectivas de crecimiento que en aquellas que se encuentran en sectores más maduros en los que los problemas de agencia, particularmente cuando los flujos de caja son elevados, son más acusados. Y si hay un sector en el que los problemas de agencia pueden ser acusados, este es el sector público. Sin embargo, cuando menos, sería muy recomendable que también para este se aclarara el ámbito de discrecionalidad aplicable a sus altos cargos.
Nada se dice de ello en la Ley 3/2015, de 30 de marzo, cuyo artículo 3 se limita a señalar que el ejercicio de un alto cargo queda sometido a la observancia, además de a las disposiciones de buen gobierno recogidas en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, a una serie de principios generales como son servir con objetividad a los intereses generales, actuar con la debida diligencia, objetividad, transparencia, responsabilidad, austeridad y sin incurrir en riesgo de conflictos de intereses.
Por su parte, esta última, en su artículo 26, les obliga a adecuar su actividad a una serie de principios de buen gobierno –entre los que vuelve a apelarse a la satisfacción del interés general y la dedicación al servicio público, la imparcialidad y la diligencia debida- que, a su vez, inspiran una nueva “lista” de normas de actuación como son el respeto a la normativa sobre incompatibilidades y conflictos de intereses y el ejercicio de los poderes atribuidos con la finalidad exclusiva para la que fueron otorgados, así como evitar toda acción que pueda poner en riesgo el interés público o el patrimonio de las Administraciones.
Sin embargo, se echa de menos el reconocimiento, en términos parecidos a aquellos en los que se recoge en la Ley de Sociedades de Capital, del “derecho a equivocarse” siempre que se actúe con la diligencia debida y con plena lealtad al servicio público, así como una mejor descripción del nivel de diligencia exigible y la identificación y sistematización de conductas desleales que, además de proteger un nivel razonable de discrecionalidad a los altos cargos, facilite su actuación dotándola de una mayor seguridad jurídica.