La encrucijada de la industria alimentaria
La industria alimentaria se encuentra en una encrucijada con efectos para todos los agentes económicos, especialmente para nosotros, los consumidores. Representa el 2,5% de nuestro PIB, ocupa al 22,5% de las personas del sector secundario, y el año pasado exportó por valor de 37,8 miles de millones de euros, lo que la convierte en la primera rama del sector industrial español.
Este sector que se considera maduro, se ocupa de generar alimentos transformando los productos del sector primario y entregándolos a la distribución para su consumo o
exportación. Sus empresas, unas treinta mil, tienen una rentabilidad media del 3,5%, aunque a raíz de la pandemia de la covid‐19 su cifra de negocios ha disminuido.
No podemos ignorar que es una rama estratégica del sector industrial para nuestro país, además de ser el principal motor económico en muchas de las regiones, y en especial de lo que se conoce como la “España vaciada”. En definitiva, todos nos llevamos a la boca sus productos varias veces al día.
El problema es el importante incremento en los costes de nuestra economía, que estas cuentas no pueden asumir con márgenes tan ajustados. La inflación en el mes de junio ha sido del 10,2% y la inflación subyacente (sin alimentos no elaborados ni energía), del 5,5%; niveles que no hemos visto desde hacía más de treinta años en España.
Además, Ucrania está en guerra, y era el principal proveedor de cereales de la Unión Europea, tanto para al sector primario, en forma de piensos para el ganado, como para la propia industria alimentaria. Todo esto se traduce en que es más costosa la materia prima de los agricultores y ganaderos; cuesta más la energía para transportar y para transformar; cuesta o costará más retribuir a los trabajadores; y en resumen, todo cuesta más o mucho más.
Mientras tanto, el siguiente eslabón de la cadena que nos lleva hasta el consumidor, las empresas de distribución y en especial las que tienen un gran poder de negociación, son reticentes a la repercusión de estos costes en los precios de compra, presionando aún más a la industria alimentaria. Esto no lo resuelve la Ley de la Cadena, que vio la luz a finales del año pasado.
Todos buscan un beneficio
Esta centra sus esfuerzos en evitar prácticas no deseadas como destruir valor en las transacciones (que el precio de venta no sea inferior al precio de compra en cada eslabón de la cadena), pero esto no es suficiente, pues los productores quieren vivir de los frutos de su producción y los industriales de los frutos de su industria.
Esto implica algo más que no destruir valor, implica tener un beneficio que lo permita, y ya puestos, que también permita la reinversión, el crecimiento y el futuro.
Consecuencias
Esta situación de presión a los márgenes empresariales no va a ser sostenible durante mucho tiempo. De no ponerle remedio, implicará el sufrimiento y cierre de muchas empresas, en especial microempresas y pymes, tanto de este sector como de otros. Se abandonarán o pospondrán las inversiones que se estaban haciendo para la innovación en alimentación sostenible y saludable; las mejoras en la eficiencia energética y las mejoras en la calidad de los productos y los procesos.
El resultado será que se debilitará la principal rama de nuestra industria y cederá espacios que podrán ser aprovechados por la industria alimentaria de otros países. Y lo peor aún, en algunos casos se puede producir un indeseable incremento en el riesgo de la seguridad alimentaria; y a fin de cuentas son productos que comemos y bebemos.
Es conveniente, para evitar debilitar a este importante sector de la economía y de nuestra alimentación, que todos los actores de la cadena de valor sean generosos y solidarios entre ellos, pues unos dependen de otros; y se repartan de forma equitativa a lo largo de toda la cadena de valor tanto las cargas como los beneficios, que deben ser razonables para todos los operadores, desde el agricultor hasta el consumidor.