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Los tributos locales y el estado de alarma

Desde la publicación del R.D. Ley 7/2020, de 12 de Marzo se ha dirigido al ciudadano toda una suerte de normas por las que se han regulado -o pretendido- determinadas vertientes de su acontecer diario. Tanto en el marco de la conducta personal como en el de sus relaciones con la Administración. Y, entre éstas, las de naturaleza tributaria.

Sobre estas últimas vamos a orillar, siquiera comentar, el carrusel de disposiciones -unas vienen a modificar a las precedentes- sobre plazos de procedimientos administrativos, plazo de presentación de declaraciones y autoliquidaciones etc. habida cuenta que vienen siendo analizadas, con profusión, tanto por especialistas del sector como por la profesión periodística en general.

El propósito de estas reflexiones reside en centrar la atención sobre la tributación local, dado que está pasando inadvertida en esta frenética fase de creación normativa. Y, en concreto, en dos tributos que nos “acompañan” de por vida; bien por la propiedad o titularidad de los bienes, bien por el ejercicio de una actividad económica. Me refiero al Impuesto sobre Actividades Económicas y al Impuesto sobre Bienes Inmuebles.


Cada Administración interviniente aprovecha culpar a la otra cuando la cuota se manifiesta excesivamente onerosa.

Sobre éste último, unas breves pinceladas. El artículo 65 de su norma reguladora (Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de Marzo, Texto Refundido) establece que su base imponible la constituye el valor catastral de los bienes inmuebles. Y a la base imponible, tras la aplicación de las reducciones que proceda, se aplica el tipo impositivo que conduce a la cuota a pagar por el contribuyente.

Llegado a este punto procede aclarar que para la determinación de la cuota a ingresar se yuxtaponen, por una parte, la Administración Central fijando el valor catastral y, por otra, los entes locales habilitados para fijar el tipo impositivo dentro de los márgenes establecidos por la Ley. Así las cosas, se propicia, en tiempos de tribulación la “tormenta perfecta”. Cada Administración interviniente aprovecha culpar a la otra cuando la cuota se manifiesta excesivamente onerosa. Una sostiene que el tipo es elevado (Ministerio de Hacienda) y la otra (los entes locales) que nada puede hacer pues el problema nace de un valor catastral alto (cuya gestación le resulta ajena) olvidando, eso sí, ésta última, la posibilidad de que dispone: bajar los tipos.

Ante este escenario no está de más recordar que las valoraciones catastrales conllevan un complejo proceso de elaboración; y una vez ultimadas se notifican a los ciudadanos para su inmediata entrada en vigor.

Pues bien -ha ocurrido en las últimas crisis- suele darse la fatalidad (los valores se obtienen, en ocasiones, partiendo de datos y registros procedentes de épocas de bonanza) que los nuevos valores catastrales ven la luz en las puertas o, cuando no, en plena crisis del contexto inmobiliario. Sabido es que en los últimos años se han llevado a cabo revisiones catastrales en parte del territorio nacional …. quedando a la espera de acometerlas numerosos Ayuntamientos.

Resultaría trágico -ante lo incierto del horizonte del valor de los inmuebles- que confluyan nuevos y más elevados valores catastrales para el futuro con la habitual “saña” con que se emplean los entes locales a la hora de establecer los tipos impositivos; poniéndose de espaldas a la realidad. O, dicho de otra forma, no queriéndose hacer cargo de las consecuencias que deparan al contribuyente la aplicación de los mismos tipos impositivos sobre unos valores mucho más elevados y –quizás– más adecuados para un horizonte menos ingrato.

IAE

Capítulo aparte merece el Impuesto sobre Actividades Económicas en tanto este tributo tiene una naturaleza “más que singular”. Según el artículo 78, del citado Real Decreto Legislativo, su hecho imponible lo constituye “el mero ejercicio” de una actividad empresarial o profesional, por el mero hecho de ejercerlo. Al margen del resultado de la actividad. Dicho sea en roman paladino, pagar por trabajar.

Cierto es que se trata de un Impuesto de honda tradición en nuestro sistema tributario (heredero de las antiguas licencias fiscales) pero su existencia se funda, más bien, en su conexión con el pasado. En efecto, el principio constitucional de capacidad contributiva -que debe acompañar a todo tributo- aquí no se aprecia por ninguna parte.


Se trata de un “impuesto lastre”, que no guarda relación con el resultado del negocio que grava. Se tributa incluso por pérdidas.

No obstante, pese a reconocer que la reforma traída de la mano del primer gobierno de Aznar dejó fuera de su ámbito de aplicación a las personas físicas y un considerable número de pequeñas sociedades, no es menos cierto que sigue afectando a un sinfín de pequeñas y medianas empresas (que constituyen la mayor parte del tejido industrial de España) además de las grandes.

Así las cosas, procede analizar, si bien de manera sintética, los “singulares perfiles” de este impuesto. Se trata de un “impuesto lastre”, que no guarda relación con el resultado del negocio que grava. Se tributa incluso por pérdidas. Ello le convierte en un gravamen más que antipático. Antipatía que aumenta si nos adentramos en algunas de sus características.

En efecto, y centrándonos en el marco de la industria textil (en tanto obedece a una experiencia reciente vivida profesionalmente) el entorno normativo resulta descorazonador. Circunstancia, entiendo, extrapolable a otros tantos sectores productivos.

Por un lado las tarifas se encuentran absolutamente desconectadas con la realidad productiva actual (en tanto acumulan 30 años desde su estreno) y, por otro, los parámetros sobre los que pivota la tributación (al margen de la superficie, cuya incidencia es más reducida) son los Kw. de potencia instalada; de esta forma se llega a la paradójica situación que al que más invierte –dotándose de más y mejor maquinaria–es a quien se acaba sometiendo a mayor presión impositiva. Parece un despropósito.

Adicionalmente se produce otra gravísima distorsión, cual es que la actividad productiva, en ocasiones, se encuentra a caballo entre dos epígrafes –por la asintonía de estos con el momento productivo actual tras
30 años de vigencia– que siendo similares pueden arrojar diferencias de hasta un 200 por cien según se encuadre en uno u otro.

Este impreciso estado de cosas, aderezado con el más que sombrío panorama traído por el Estado de Alarma en que se vive nos obliga a reflexionar sobre la oportunidad de la supresión del impuesto -sería lo idóneo- o, cuando menos, de una profunda reforma, que bien podría articularse en torno a las siguientes líneas de actuación:

  • a- Revisión y reforma integral de las tarifas y epígrafes, adaptándolos a pautas productivas actuales.
  • b- Los Ayuntamientos, en tanto destinatarios y beneficiarios del tributo, deberían acometer una generosa utilización de las bonificaciones potestativas que la Ley permite introducir en sus ordenanzas fiscales.
  • c- Poner en valor, de oficio, y de manera decidida las previsiones de la Regla 14, Elementos Tributarios, contempladas en sus apartados 3 y 4, referida a los sectores declarados en crisis y a industrias paralizadas.

Sobre éste último aspecto debiera de suprimirse –por obvio– el procedimiento previsto para obtener la reducción, consistente en la petición del afectado y posterior comprobación de la Administración actuante.

De hecho se dispone de un elocuente y reciente antecedente en el ámbito de la imposición estatal. En efecto, si acudimos al R.D. Ley 15/2020, de 21 de Abril, en su artículo 11 se prevee “…. Que no computaran en cada trimestre natural como días de ejercicio de la actividad, es decir naturales en que hubiese cerrado declarado el Estado de Alarma…” para los contribuyentes que acogidos al régimen de estimación objetiva e I.R.P.F. así como al simplificado del Impuesto sobre el Valor Añadido.

Pues bien, qué duda cabe que la misma filosofía deberá traerse al Impuesto sobre Actividades Económicas, limitándose la tributación a la parte proporcional de tiempo en que se ha podido desarrollar la actividad y, a su vez, en la proporción en que ha estado en funcionamiento su capacidad productiva.

Por último y para concluir, estas consideraciones deben estar presididas por la siguiente reflexión: tratándose de tributos locales, que por mandato constitucional están destinados a la financiación de los Ayuntamientos y dado que estos disponen de numerosas dotaciones de políticos y funcionarios, ambos estamentos debieran estar comprometidos en participar en el esfuerzo solidario que se le exige a otros sectores, como arrendadores. Sin olvidar, claro está, a los damnificados reales de esta inesperada como cruel situación.

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