Socio abogado del Área Mercantil de Alentta Abogados. Socio de FEBF
La última reforma de la Ley de Sociedades de Capital (introducida por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre) ha endurecido sobremanera el régimen de responsabilidad de los administradores de las sociedades mercantiles, ya no solo regulando de forma más exhaustiva y precisa los tradicionales deberes de diligencia y lealtad, sino haciendo extensiva la misma, en términos de solidaridad, a las personas físicas designadas por los administradores personas jurídicas como representantes de tal cargo e incluyendo dentro de su ámbito a los altos directivos de la sociedad.
Ante ello, sin duda, la mejor receta para transitar por los órganos de administración sin sobresaltos, –que no olvidemos que podrían darse mucho tiempo después de haber cesado en el cargo–, es informarse uno mismo, sin intermediarios interesados, de todos los aspectos relevantes del negocio que se gestiona y poner de manifiesto o ejecutar, de una forma proactiva y diligente, todas aquellas acciones que mejor defiendan el interés de la sociedad que se gestiona.
Sin embargo, esta declaración de principios peca de cierta ingenuidad, pues la complejidad de las organizaciones empresariales actuales y de sus relaciones de negocio lleva a que resulte materialmente imposible, salvo en pequeñas sociedades de carácter familiar que desarrollan negocios sencillos, que un administrador pueda llegar a conocer con detalle, hasta el punto de formarse por sí solo el criterio necesario para la toma de decisiones, todos los vericuetos que afectan al negocio cuya gestión se le ha encomendado.
Pese a ello, son pocos los resortes jurídicos de que dispone el administrador, o sus abogados, para cubrir de forma preventiva su responsabilidad, especialmente tras la reforma legal que mencionábamos al inicio. Con carácter general puede constituir una medida los llamados seguros de responsabilidad civil, aunque en la práctica, la multitud de exclusiones que suelen contener las pólizas y la propia actitud renuente de las aseguradoras cuando acaece el siniestro, llevan a que su efectividad no sea la que se espera cuando se contratan.
En el plano financiero y contable cabe la posibilidad, que se convierte en obligación legal para sociedades de determinado volumen, de proceder al nombramiento de un auditor que revise las cuentas anuales y, tras su labor, ofrezca tranquilidad en este ámbito tanto al administrador como a los terceros que se relacionan con la sociedad auditada, incluyendo entre ellos a sus propios accionistas. El posterior acaecimiento de problemas llevará a que se puedan aducir los resultados de la auditoría como atenuante, cuando no eximente, de la responsabilidad.
En el plano regulatorio a nadie es ajena la relevancia de dar cumplimiento a obligaciones legales y reglamentarias, cuyo conocimiento y adecuada aplicación por los administradores deviene imposible si no se cuenta con el asesoramiento de abogados, preferiblemente especialistas en cada materia. Podría resultar extraño al lector, o al menos poco coherente, la obligación legal de contar con auditores en el caso de sociedades con determinado volumen y no tener que hacerlo con abogados.
Pues bien, por poco conocido que esto sea, no es el caso. En España, desde el año 1975 (Ley 39/1975, de 31 de octubre), –y sin entrar en otros tipos sociales, como las cooperativas–, existe la obligación de nombrar un letrado asesor del órgano que ejerza la administración de una sociedad en los casos siguientes:
a) Tratándose de sociedades domiciliadas en España, cuando (1) su capital sea igual o superior a 300.506,05 euros o (2) el volumen de sus negocios alcance 601.012,10 euros o (3) la plantilla de su personal fijo supere los 50 trabajadores.
b) En el caso de sociedades domiciliadas en el extranjero cuando (1) el volumen de sus operaciones en las sucursales o establecimientos en España sea igual o superior a 300.506,05 euros o (2) su plantilla de personal fijo supere los 50 trabajadores.
Continúa señalando la Ley indicada que corresponderá a dicho letrado asesor, además de las funciones propias de su profesión que puedan asignarle los estatutos sociales, asesorar en Derecho sobre la legalidad de los acuerdos que se adopten por el órgano que ejerza la administración y, en su caso, de las deliberaciones a las que asista, debiendo quedar, en la documentación social, constancia de su intervención profesional.
Vemos pues como los límites que llevan a tener que designar a este profesional colocan en situación de incumplimiento de esta vetusta norma, en la mayoría de los casos por desconocimiento, a multitud de sociedades. Las consecuencias de ello son claras en el artículo 1.4 de esta Ley preconstitucional: “El incumplimiento de lo establecido en la present e Ley será objeto de expresa valoración en todo proceso sobre responsabilidad derivada de los acuerdos o decisiones del órgano administrador”.
Es cierto que, pese a su claridad, nuestros Tribunales no han venido tomando en consideración esta circunstancia como agravamiento, –tampoco ha sido habitualmente esgrimido por los demandantes–, pero no lo es menos que sí podría ser perfectamente utilizada como atenuante, cuando no eximente, cuando el administrador fue diligente en el nombramiento, presencia, asistencia efectiva y constancia documental de la intervención del letrado asesor, y pese a ello, la entidad pasó por alto el cumplimiento de una norma que tiempo después devino en un hecho generador de responsabilidad.
Tal vez sea el momento de que los abogados saquen del ostracismo a esta figura y de que sus clientes societarios les permitan torear junto a ellos en los órganos de gobierno de las sociedades y no desde la barrera, pues los pitones de los astados cada día están más afilados.